Cuba

Una identità in movimento

Un pincel poético, Luis Carbonell

Luis Hernández Serrano



Llegamos a su apartamento y estaba la puerta abierta y él allí, como esperándonos. Lo encontramos con el teléfono en ristre y al vernos, sin dejar de responderle al que estaba del otro lado de la línea, nos hizo señas de que pasáramos.

Como lector, radioyente y televidente, lo hemos oído y visto durante muchos años, pero nunca habíamos tenido el privilegio de intercambiar con él ni una palabra.

Es Luis Carbonell, el rey de los declamadores cubanos de todos los tiempos, rodeado de cuadros, diminutas esculturas, caricaturas y souvenirs de distintos países, sin olvidar su piano.

Nació en la tierra de Antonio Maceo, en la calle Rastro 17, entre Trinidad y Callejón del Toro, el 26 de julio de 1923, por lo que pronto cumplirá 80 años. Ha puesto en las más altas cumbres de la cultura cubana y caribeña el nombre apasionado y rebelde del archipiélago de José Martí.

Atesora miles de recuerdos y anécdotas sobre Félix B. Caignet, Ernesto Lecuona, Rita Montaner, Bola de Nieve, Esther Borja y Rosita Fornés, entre otras glorias del intelecto, el arte y la música de esta tierra latinoafricana y acaba de regresar de una fructífera estancia en la República Dominicana, donde, como en otros parajes del mundo, es un verdadero ídolo.

El "Consejo de las Artes Escénicas" y el "Centro Promotor del Humor" lo seleccionaron hace unas pocas horas como Premio Nacional del Humor, el cuarto de los cubanos que merece esa relevante condición cultural y artística.

    ¿Por qué le dicen "El Acuarelista de la poesía antillana"?

    — Tengo que hacer un poco de historia. Yo vine de Nueva York acompañado de Gilberto Valdés para viajar a España en una función que él pretendía que yo organizara. Pero debo decir primero que él me había conocido al recitar en el newyorquino Teatro Hispano. Al casco de esa ciudad me llevó la puertorriqueña Diosa Costello, en ese instante la más famosa artista latina en Estados Unidos, y participé en el show de aquel teatro a través de Esther Borja y de Ernesto Lecuona. Todo es una gran cadena. Hay muchas cosas que contar y no voy a hacerlo ahora. ¿Puedo seguir?

    ¡Cómo no! Vinimos para oír su historia.

    — Realmente llegué a La Habana para viajar con Gilberto a España y entre las gestiones que hizo por mí Esther Borja, estuvo llevarme al Teatro Auditorium, hoy Amadeo Roldán, a un homenaje a René Cabel, donde recité y luego, en la casa de los Sarrá, a quienes conocí también en Nueva York. Volví a recitar y allí estaba el artista argentino Biondi, quien me había oído declamar en el teatro habanero, sin yo saberlo y estaba sorprendido, porque llamé la atención, según me dijeron y me preguntó si yo no había actuado más en Cuba.

    — Yo le dije que en verdad cuando decía que yo recitaba, notaba cierto rechazo. Entonces Biondi me sugirió: "Pero usted nunca diga que recita". Y al oír eso, me preocupé y le dije: "Pero si yo no recito, ¿qué es lo que hago?" Y él me contestó: "Mire, cuando yo lo vi, el movimiento de sus manos, sus gestos, su expresión vocal, su actuación toda, sentí la impresión de que en realidad lo que hace es dibujar, es pintar lo que dice, usted es como un pincel poético, como una acuarela".

    Bien, de ahí surge ese calificativo de "Acuarelista... "

    — En efecto. Cuando yo debuté verdaderamente, en enero de 1949, en el Programa Bacardí, se usaba — y aún se utiliza — ponerle a los artistas una especie de slogan como “el de la voz de seda”, por ejemplo. Y en mi caso buscaron algo que me caracterizara y me preguntaron a mí, pero yo no sabía qué decir de mí mismo. Como me llamó la atención el comentario de Biondi de que yo era como un pincel poético o una acuarela expliqué que él me había dicho eso, y aquella persona enseguida expresó: "¡Ah!, entonces a ti te pega muy bien lo de El Acuarelista de la poesía negra". Y yo le respondí: "Sería mejor decir de la poesía antillana, porque es un término mucho más abarcador” y de ahí nació esa especie de “logotipo hablado", por cierto, primera vez que lo llamo así.

    ¿Sus padres eran artistas?

    — Bueno, mi madre, Amalia Pullés, fue una artista de alma, una gran maestra. La número uno, el primer expediente de toda la provincia de Oriente, tuvo ese prestigio y ese privilegio de ser considerada así. Y mi padre, Luis Carbonell, desde los 13 años fue aprendiz de mecánico de los ferrocarriles en Santiago de Cuba, llegó a ser el jefe del taller y murió con tal oficio, a los 63 años.

    De la maestra viene su arte...

    — De su sensibilidad, de su bondad, de su amor por la educación. Fue una maestra fabulosa. Y creo que de ahí parte mi vocación, porque todos sus hijos, yo incluido, fuimos maestros y los que quedamos vivos lo seguimos siendo.

    ¿Cuántos hermanos?

    — Siete. Yo soy el quinto, dos varones y las demás hembras.

    ¿Alguno de ellos fue declamador?

    — Bueno, de chiquito oíamos a mi mamá recitar algunos poemas, como maestra al fin. Mi madre era una mujer muy espiritual. Y la escuchábamos recitar en voz alta. Y mi segunda hermana, Silvia, hubiera llegado a ser una gran declamadora, poseía todas las condiciones, pero no tenía el consentimiento de nuestra madre, a quien no le gustó la idea de contar con una artista en la familia. Por eso se opuso a que ella recitara y a que yo estudiara el piano cuando quise estudiarlo.

    ¿Dónde recitaba de adolescente?

    — En la escuela pública número diez tuve como maestra de quinto grado a Caridad Caignet, hermana de Félix B. Caignet. Él fue uno de los primeros que me elogió como recitador. Cuando aquello él escribía para la radio los episodios de Chilín y Bebita, dos niños aventureros que recorrían el mundo, una novela de la que fue escritor, actor y director, todo eso junto. Después hizo los famosos episodios de Chang Li Po.

    ¿Cuándo recitó por primera vez?

    — En la casa de mi maestra de piano, Josefina Farré Segura, que todavía vive en Estados Unidos. Empecé allí, jugando. Yo recitaba muchas cosas, lo hice igualmente en el Instituto, en Santiago de Cuba. Me han dicho que tengo buena memoria y eso es natural, nacimos, nos criamos y vivimos estudiando. El que estudia ejercita su memoria. Lo más difícil es recitar bien. Recuerdo que estando en la casa de mi maestra conocí a Ángel de Goya, que tenía un programa de radio, la CMKC y me invitó a recitar en ese espacio. Por aquellos tiempos declamé en el Teatro Oriente y en el Teatro Cuba.

    ¿Le gustaba el piano?

    — Sí, esa era mi verdadera vocación, pero ella quería que yo fuera médico o abogado. Pero el problema es que hace 70 años cuando yo mostré inclinación hacia la música, mi madre no quiso. Más adelante, en mi vida pude estudiar pero ya de todas maneras no fue el momento propicio para verme convertido, como yo quería, en un gran pianista. Entonces me dediqué a estudiar el piano, pero ya sin tiempo para llegar a ser un músico importante, pues como toda carrera, requería muchos años de estudio y de práctica.

    ¿Recitó mucho de niño?

    — Escuchando a mi hermana mayor, Olga, recitar La balada de Simón Caraballo, de Nicolás Guillén, algún resorte interno me hizo quedar impresionado. Yo estaba en el suelo de mi casa, jugando o haciendo algo y oírla me impactó extraordinariamente: "Canta, Simón,/ ¡Ah!, yo tuve una casita y una mujer./ Yo, negro Simón Caraballo/ y hoy no tengo qué comer./ Mi mujer murió de parto,/ la casa se me enredó./ Yo, negro Simón Caraballo,/ ni toco, ni bebo, ni bailo,/ ni casi sé ya quién soy". Aquello me conmovió tanto que busqué el libro de mi hermana y me bebí enseguida los versos de Nicolás.

    ¿Usted leía mucho?

    — Claro, en mi casa había muchos libros. Mi segunda hermana, Silvia, era alumna de Camila Henríquez Ureña, quien también recitaba. Camila le preparó un buen repertorio de poemas que abarcaba desde lo clásico español hasta lo revolucionario, y logró que mi mamá le permitiera recitar. Lo hizo en Santiago primero y en La Habana después, en 1940. Ahí intervino mi madre y le dijo que ya no podía continuar haciéndolo. Tengo la satisfacción y el orgullo enorme que una biblioteca de la Universidad de La Habana lleva el nombre de esa hermana mía por su labor pedagógica y cultural.

    ¿Poemas preferidos?

    — Es el público el que tiene preferencias. Tengo algunas estampas que han gustado siempre mucho. De mi primera etapa, digamos, la de Félix B. Caignet, "Me voy de flirt". Yo la llamo "Una impresión telefónica". Ya la palabra "flirt", sinónimo de aventura amorosa, de romance o "flirtear", romancear, no se emplea mucho. Esos versos causaron sensación. Como la que escribió Jorge González Allué: "Los quince de Florita y Espabílate", "Mariana", de Rafael Sanabria. Y también ha ocasionado gran admiración, desde hace sesenta años, la estampa del brasileño Jorge de Lima que todos conocen: "Esa negra Fuló".

    ¿Alguna anécdota que no olvida?

    — Son muchos años de vida artística. No sé el espacio de que ustedes disponen. Recuerdo la inmensa emoción del juicio crítico, el primero que vi redactado, de un importante escritor de la radio cubana. Me escuchó recitar, con 19 años yo, en la casa de mi maestra de piano y me puso en una libreta: "Para este gran artista santiaguero, cuyo polifacetismo será valuado en mucho cuando en Cuba se cotice el verdadero arte. Con un abrazo camaraderil, de Arturo Liendo, 11 de febrero de 1942". Justamente mi amiga Rosita Fornés cumplía ese día también 19 años. Seis años después lo vi en la CMQ, en La Habana. No me recordaba. Le repetí de memoria sus palabras y entonces riendo aseveró: "¡Viste que no me equivoqué!"




CUBARTE
Año 3 Número 33, 01 de Agosto del 2003


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