Cuba

Una identità in movimento


Las cartas de Neruda

Esther Suárez Durán


Como parte del programa general de celebraciones por el quince aniversario de la creación de la Compañía Teatral Hubert de Blanck ha vuelto a las tablas un título memorable: El cartero de Neruda, texto original del escritor chileno Antonio Skarmeta — también profesor, actor, director y guionista de cine —, sobre el cual ha realizado una versión escénica su directora: Orietta Medina.

El espectáculo destaca por varias razones: al don de humanidad de un texto muy bien estructurado se añade la calidad de su puesta en escena. Dentro de ella, la originalidad y particular belleza de su escenografía y el excelente trabajo actoral de sus dos principales protagonistas.

El discurso espectacular, que transcurre en dos planos espaciales, enfatiza la contextualización histórica de este hermoso canto a la amistad y al amor.

Durante el período previo al triunfo de la coalición popular y al golpe fascista que le sucede, mientras la historia personal del poeta y su cartero y del resto de los habitantes de Isla Negra se va desarrollando en la zona inferior del escenario, en lo alto — desde el inicio — se cierne la amenaza: fuerzas oscuras vigilan, luego se aprestan. Más tarde los lacayos de la derecha penetran en el espacio hasta aquí destinado al pueblo y a sus más agudos representantes en tanto las masas populares y sus líderes usarán después, a medida que la lucha popular se organiza y crece, todos los planos escénicos. Finalmente, en los momentos climáticos, el choque de los diversos agentes sociales inunda todo el escenario.

Al diálogo imprescindible con el contexto contribuye de modo muy eficaz la banda sonora de Adrián Torres, que no solo recrea la presencia del litoral y desgrana hermosas y nostálgicas melodías procedentes de esa región continental, sino que participa definitivamente en la elipsis narrativa colaborando en la densidad del tejido dramático y en la propia teatralidad del espectáculo. Un destacado papel ocupa también la luz en esta partitura. Llama la atención sobre las figuras castrenses presentes desde el comienzo; enfatiza más tarde el carácter interventor de una presencia extraña mediante el breve haz de las linternas, y define, por último, junto al lenguaje sonoro, la atmósfera de terror y espanto del genocidio fascista. No obstante, me parece ajeno al sistema poético del espectáculo el destaque de determinados sucesos de marcada connotación política a través de los nítidos conos de luz de las pistoletas.

También siento la necesidad, en determinados momentos, de una iluminación general más intensa (no olvidar que se trata de una isla) y de cuidar la gradación de la luz en determinadas zonas que, en ocasiones, quedan en tal penumbra que se obstaculiza la percepción por parte del espectador de la actividad que en ellas se lleva a cabo.

El uso del espacio en combinación con la luz — cuando esta orienta la atención del espectador — y la limpieza con que se verifica la creación de los disímiles ámbitos donde transcurren las diferentes escenas, presididos por el dominio de la proxemia específica del actor — que sintetiza el tiempo real que requerirían determinadas acciones, cual un trabajo de edición mediática — garantizan la fluidez y el permanente carácter teatral de un discurso textual pródigo en parajes.

La labor actoral del elenco que me tocó en suerte ver resulta bastante pareja.

Resaltan en ella la profesionalidad de Pedro Díaz Ramos en su Don Cosme; la energía, organicidad, riqueza de matices de la Doña Rosa interpretada por la muy joven Marcela García; la eficacia de Faustino Pérez en el Diputado Labbé y, sobre todo, la caracterización que realiza René de la Cruz (hijo) de Pablo Neruda y la interpretación del cartero Mario Jiménez que hace Arístides Naranjo.

En la labor de René de la Cruz interviene de manera decisiva el arte supremo de ese diseñador de maquillaje que es el maestro Julito Díaz, encargado de la transformación del rostro del actor. Simultáneamente con la imagen que van configurando los postizos, la directora y el actor se enfrascan en la búsqueda de un modo particular de decir, de un tempo interno que aflora en la gestualidad, en el mantenimiento de una precisa postura corporal, en el inteligente juego con los matices — que viene desde el texto — donde la figura arquetípica de Neruda se desmonta mediante la ensoñación, la delicadeza, el humor, la tolerancia, la generosidad, la capacidad de asombro, de disfrute de la vida, la impaciencia; de manera que el resultado es un importante trabajo de caracterización y el momento más alto en la carrera de este actor que, ojalá, posea la sabiduría necesaria para aprovechar cada nueva temporada en la escena en el descubrimiento de nuevas aristas en su personaje, en la búsqueda, prueba y perfeccionamiento de nuevos recursos expresivos.

Por su parte Arístides Naranjo parece emular en cuanto a entrega con Marcela García. Su versión del cartero resulta apasionada y cercana. Ante nuestros ojos Mario Jiménez se despliega y crece hasta alcanzar una particular fuerza dramática en el último encuentro con el Poeta y en su final trayecto hacia la tortura y la muerte. Y el actor, que ha sabido salvar la distancia que mediaba entre él y el personaje, cumple limpiamente con su cometido en este poema dramático: junto al nombre conocido de Pablo Neruda el espectador se lleva a casa uno nuevo, esta vez el de un hombre de pueblo — que pudo ser él mismo —, y que tiene rostro y también historia porque el intérprete, en diálogo creador con su directora y sus colegas de escena, ha conseguido el leve milagro de construir un nuevo ente, un ser ficcional particular y reconocible que se mueve, no obstante, en el aparentemente intangible universo de los hombres comunes y cotidianos.

El cartero de Neruda en la propia progresión ideopolítica de sus personajes populares exhibe su carácter de documento político. De la mano del amor y la amistad Mario Jiménez, el humilde hijo de pescador, adquiere una conciencia política acerca del mundo que le rodea y no duda en tomar partido. La amistad y el amor valen igualmente a sus espectadores para realizar la lectura emocionada del espectáculo. Nada más será preciso, tan solo una narración dramática sensiblemente ensartada y un grupo de intérpretes tocado por su gracia.


Página enviada por Esther Suárez Durán
(9 de diciembre de 2006)


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