Cuba

Una identità in movimento


El ciervo encantado en la selva oscura del teatro cubano

Esther Suárez Durán


Entre las matrices que sustentan el proceso de construcción de la nacionalidad en nuestra escena tal vez la más significativa sea el teatro bufo cubano, tanto en la modalidad que, por ahora, opto por denominar clásica, aquella que recorre el último tercio del siglo XIX y que determinada por el clima político del momento hubo de transcurrir en dos etapas (1868-1869 y 1878-1898), como en la forma teatral que le sucede y que algunos estudiosos identifican con el nombre de vernáculo, la cual se extiende más allá del primer tercio del siglo XX , lidereada por ese fenómeno de interés para cualquier historia dramática que fue el Teatro Alhambra con sus treinta y cinco años de exitosa existencia.

Sin embargo, alrededor del bufo — teatro musical por excelencia, para algunos especialistas una de las expresiones del teatro lírico cubano[1] se ha ido construyendo un muro de prejuicios, visiones esquemáticas, alentados por el insuficiente estudio del fenómeno, por el análisis de su contexto socio histórico bajo una óptica que dista de poseer la complejidad necesaria y, tal vez, por ciertos enfoques pequeño-burgueses que animan, aún hoy, nuestros modelos y cánones culturales, y que se inscribe entre los disímiles modos de manifestación que asumen en el espacio de la cultura las relaciones entre centro y periferia; dicho de otro modo, entre lo hegemónico y lo marginal.

El teatro bufo cubano surge tras un extenso período de gestación histórica en el cual concomitan los elementos que, en los planos filosófico, político y cultural, van a dar cuenta de la conciencia de la nacionalidad, junto a aquellos que conformarán su particular forma artística; me refiero al desarrollo de determinadas células rítmicas, formas de baile, géneros dramáticos y modos de representación escénica, y no es, en modo alguno, un fenómeno sin conexiones culturales con otras geografías y con otras producciones artísticas en el país. En particular, resta aún por estudiarse detenidamente su inserción dentro del panorama de la gestación de las formas teatrales y danzarias en Occidente; en específicamente en lo que respecta al surgimiento y evolución del intermezzo, al que tanto le deben la ópera bufa y el ballet en el caso de Francia, y a cuya sombra ganó categoría escénica la tonadilla española desde mediados del XVIII.

Los antecedentes de este teatro se remontan, en su esencia, a aquellas manifestaciones espectaculares que con motivo del Día de Reyes tuvieron lugar en las calles y plazas públicas a partir del siglo XVI hasta 1884 en que fueron prohibidas, en la cual intervenían los esclavos y negros libres, y donde estos últimos remedaban el vestuario de sus amos y sus símbolos de poder, imitando su gestualidad y sus modos de comportamiento mientras improvisaban décimas y escenas dramáticas, que uno de los principales estudiosos de nuestra escena identifica como la primera presencia de las relaciones entre nosotros[2], una forma teatral que luego se desarrollará de modo preponderante en la ciudad de Santiago de Cuba, al Oriente del país, a partir del estrecho maridaje entre la gangarilla española y las manifestaciones literarias orales de la cultura bantú, predominante entre la población negra esclava de la zona[3].

Estas relaciones, que tienen como espacio de privilegio las fiestas de carnaval, incluían críticas a las costumbres y a la administración colonial en un repertorio conformado por fragmentos o versiones en un acto de obras de los clásicos españoles (Lope, Tirso, Calderón, entre otros) y piezas originales, en cuya estructura se entretejían refranes, dicharachos, frases de moda, teniendo a la diversión como fin principal.

Durante la primera mitad del siglo XVIII aparece el texto reconocido como iniciador de nuestra dramaturgia: El príncipe jardinero o fingido Cloridano, del habanero Santiago Pita, que revela sus rasgos de cubanismo en el plano del choteo criollo en que se proyectan sus personajes de condición más humilde. En consecuencia, su estreno, en 1791, fue sucedido por el escándalo.

Más próximo en el tiempo, entre 1812 y 1850, hallamos otro fenómeno que prefigura la modalidad bufa en la escena a partir del quehacer costumbrista del cómico cubano Francisco Covarrubias, creador de personajes luego devenidos clásicos como el negrito y el montero, autor de un extenso número de sainetes donde ya emergen los tipos del país, el habla, los cantos y los bailes propios, y que inspira la aparición de una serie de espectáculos en la línea de lo que se denominó "sainetes de costumbres del país", a lo cual se añaden las posibles influencias de las compañías norteamericanas de minstrels y de la ópera bufa francesa, con sus obras de Offenbach y su parodia de la gran ópera francesa, que nos visitan al inicio de la sexta década de este siglo, y el surgimiento de los Bufos Madrileños, de Alderíus, en España, nombrados así por imitación de los Bouffes Parisiens[4].

La primera noticia de una agrupación de este tipo aparece poco antes del 31 de mayo de 1868[5], en que se produce el debut de los Bufos Habaneros en el Teatro de Villanueva — a los que pronto secundan varias agrupaciones del mismo estilo[6] —, en un ámbito escénico dominado hasta ahora por la ópera italiana, la zarzuela española y el drama post-romántico.

Se trata de un teatro inscrito en la vertiente costumbrista de nuestra cultura, aquella que se anuncia ya en los inicios del siglo XVIII y que en el segundo tercio del XIX se enseñorea de nuestra literatura, dando cuenta del surgimiento de la nacionalidad; como resultado inunda la escena de ambientes, tipos, bailes y ritmos populares.

Se caracteriza por piezas breves que no exceden los dos actos, con argumentos estructurados a partir de temas inmediatos, ajenas a toda pretensión de trascendencia, que asumen múltiples formas genéricas con evidente desenfado a partir de las modalidades del sainete, la parodia, el apropósito, entre otras[7].

Constituyó, sin lugar a dudas, una expresión subvertidora en tanto colocó en escena a los personajes y ambientes marginados en su contexto histórico social, verificando así un ejercicio crítico que se potenciaba con sus burlas de la administración colonial, modas foráneas, costumbres, y personajes sociales; contribuyó a la construcción de la imagen propia en cuanto reafirmó, mediante el espacio tribunicio y público de la escena, toda una peculiar manera de sentir y manifestarse.

Como certeramente señalara José Manuel Valdés Rodríguez[8], en un paisaje en el cual la censura del pensamiento por un poder omnímodo y despótico determinó a los autores dramáticos cultos al uso de alegorías y parábolas que dificultaban su proyección social, la expansión de lo nacional parece haberse valido de diferentes estrategias en la búsqueda de un modo que resultara viable en semejante entorno político. Tal y como lo evidencia la suerte de algunos ejemplos de la creación literaria y de la propia creación dramática de la época, una demostración francamente independista y abolicionista no hubiera encontrado acceso a la escena, por lo que hubo de desplazarse hacia una forma que escondiera, tras la risa y el divertimento, un subtexto que, evidentemente, consiguió revelar determinados sentimientos y anhelos sociales.

Sin embargo, el bufo logró alcanzar los escenarios precisamente por su particular estructuración espectacular, puesto que en modo alguno se trataba de un teatro de autor, sino de una determinada forma de hacer escénico que ya emergía con la base objetiva necesaria a tales fines: una agrupación de personas con determinadas capacidades artísticas y organizativas y con los medios requeridos para obtener un particular objetivo artístico.

De este modo, hicieron desaparecer la distancia que hasta ahora mediaba entre los dramaturgos y la escena. Mientras que, de un lado, parte de sus autores eran sus propios intérpretes, del otro, el texto se completaba en el propio escenario. Sus actores alcanzaron una importancia hasta entonces desconocida entre el resto de las especialidades que convergen en el espectáculo teatral, dado el grado de libertad que tenían para improvisar sobre la escena y el esmerado histrionismo en la caracterización de cada uno de los tipos escénicos[9].

La concurrencia de la música, del humor en la particular forma del choteo cubano, la preponderancia del intérprete y su especial relación, tanto manifiesta como subtextual, con el público, fueron los elementos que contribuyeron a dotar de un estilo a esta expresión teatral.

Las capacidades histriónicas continuaron caracterizando el período vernáculo, donde este elemento llega al delirio con la ampliación de la gama de personajes; se mantuvo el costumbrismo y el humor, mediante la parodia y la sátira, con espectáculos de mayor despliegue de recursos en la escenografía y el vestuario, y una presencia musical de superior elaboración en la que intervinieron grandes figuras de la composición y la dirección orquestal que popularizaron nuevos ritmos. Tomó un papel preponderante la revista como género y se acentuó el componente erótico a la vez que permanecía la pupila crítica y el tratamiento privilegiado de la actualidad política y social.

Al igual que el bufo en su momento, el vernáculo capitalizó la mayor parte del público y la actividad teatral con un nutrido grupo de compañías y su estancia en varias instalaciones teatrales[10] en una estructura organizacional de sorprendente movilidad para el teatro cubano de nuestros días. Las huestes dedicadas al llamado género cubano se reordenaban incesantemente en torno a diversas cabezas artísticas devenidas empresarios. En tal sentido constituyeron excepción las compañías de López-Villoch, en el Teatro Alhambra (1900-1934) y Suárez-Rodríguez, en el Teatro Martí (1931-1936).

Su apego al tratamiento de la actualidad, recurso seguro de éxito en el mercado, resultaba irreconciliable con una ambición de trascendencia ideotemática o con un espíritu de innovación formal, al tiempo que le hizo reiterar hasta el agotamiento fórmulas artísticas ya probadas. No obstante, su peculiar manera subversiva, basada en la irreverencia y el desenfado satírico, el particular histrionismo de sus intérpretes y su relación cómplice con el público, continúan presentes en la esencialidad del modo teatral cubano y en los códigos de comunicación de su público con la escena.

El contexto social del bufo habla de una sociedad colonial bajo el férreo control de una Metrópoli totalmente ajena a sus intereses y necesidades propias de desarrollo, en la cual, de acuerdo con los hombres que entonces pensaban nuestro ser nacional, en 1834 existían más de 12 000 individuos que "sin bienes, ni otro medio conocido de subsistencia, vivían en las casas de juego" [11], entre 1841 y 1845 los hijos ilegítimos bautizados alcanzaban el 93% del total[12]; entre 1880 y 1890 el promedio de hombres en prisión era de 1 101, en proporción de 7 presos por cada diez mil habitantes[13]; mientras que, para 1899, las casas de tolerancia en La Habana ascendían a 1 400[14], a la par que eran comunes en la prensa los comentarios acerca del estado de insalubridad reinante en las calles[15] y otras calamidades sociales; ámbito este de nuestras dos primeras guerras de independencia.

En tanto, el espacio histórico-social del vernáculo corresponde al advenimiento de la República, en su esencia neocolonial y mediatizada; una época de profunda frustración y desencanto que, luego, en su decursar, será el escenario heterogéneo y complejo en que sucederá la reestructuración de las fuerzas sociales capaces de lanzarse al asalto final por la soberanía política y económica.

El siglo xx, donde emerge este teatro, se inicia signado por las consecuencias de la última guerra, con altas cifras de criminalidad (el robo y el hurto como principales figuras delictivas) y prostitución[15], en un clima político sostenido de corrupción, cacicazgo y clientela, de inconsecuencia y traición a sus ideales por parte de las principales figuras políticas, otrora individuos de destacada trayectoria patriótica.

Sociedad semejante es la que él presenta en escena, con sus mismos vaivenes políticos y su descreimiento; en ocasiones, con vilezas similares.

Sujeto al libre juego del mercado, refractó hasta donde le fue posible, los diversos intereses concurrentes en la vida pública. Espacio de expresión de diferentes voces conoció los rigores de la censura — más de la censura política que de la moral —, y se valió de su condición también marginal para colocar en la escena, en no pocas ocasiones, comprometidas críticas al orden de cosas imperante, entre ellas la corrupción y venalidad de los funcionarios y la ingerencia norteamericana en la política y en la cultura.

En sus respectivas épocas, tanto el bufo como el vernáculo que le hereda, encontraron enconados detractores[16]. Al tiempo que los bataclanes franceses que actuaban en La Habana conseguían la admiración del público y la crítica, los espectáculos de aquellos eran tildados, entre otras cosas, de seudoartísticos, vulgares e inmorales. La supuesta inmoralidad que se les atribuía era, además de un fenómeno estético, un asunto político e ideológico. También la mirada contemporánea insiste en solicitarle, sobre todo a la modalidad vernácula, el alcance de determinadas metas artísticas y sociopolíticas, sin ponderar los límites prefijados por los propios contornos de nuestro ser nacional en aquellos momentos y el hecho de resultar, pese a todo, los fenómenos teatrales que los sintetizan, recrean, y devuelven, por lo cual hallaron una íntima conexión con la sensibilidad popular.

No obstante, las luces que las más actuales valoraciones historiográficas sobre la etapa republicana permiten entrever allí donde antes todo era sombra, alcanzan a iluminar el panorama vasto de nuestro teatro vernáculo, posibilitando ahora percibir mejor sus diversos matices, y resulta significativo encontrar en los estudios realizados desde tal perspectiva frecuentes citas de obras correspondientes a esta expresión teatral, en aras de argumentar los grados de estructuración de la conciencia nacional en el período.

En los inicios de la década del treinta la prensa se hace eco de los reclamos sociales por dignificar el teatro nacional con otros ambientes, asuntos y personajes, y llama a unir fuerzas en pos de este objetivo. Ello anuncia el surgimiento de lo que el investigador cubano Enrique Río Prado califica como zarzuela cubana de nuevo tipo[17], que halla su cima en el Teatro Martí, entre 1931 y 1936. En su repertorio, de 379 títulos, compuesto por zarzuelas, sainetes, revistas, apropósitos, comedias, parodias, etc., no son escasas las obras que evidencian un compromiso político y social, a la vez que, curiosamente, reaparecen decenas de títulos del Teatro Alhambra.

La nueva zarzuela cubana entreteje las tramas dramática y cómica, a cargo de los personajes protagónicos y secundarios, respectivamente, y brinda espacio a la reaparición, en esta última, de la célebre tríada bufa. Es así como caracteres y situaciones propias del teatro bufo perviven en los más altos exponentes de nuestro teatro lírico, considerado el mejor de América. Como criatura escénica la mulata recorre ahora otros trayectos de carácter trágico y melodramático, a la vez que, en su otra variante, llena de picardía y travesura, completa el triángulo que, con el gallego y el negrito, brindan a la estructura dramática de la zarzuela cubana un balance genérico que mucho complace a los públicos de todas las épocas.

Aún en la década del cuarenta el Teatro Martí, sede entonces de la compañía de Garrido y Piñero, continuará presentando piezas del repertorio alhambresco, de carácter circunstancial y político, que son sometidas a un pertinente proceso de actualización.

Con la aparición de la radio y la televisión en Cuba las principales figuras del teatro vernáculo obtienen resonantes triunfos en los nuevos medios[18], mientras una galería extensa de individualidades escénicas, de clara estirpe bufa, mantiene en ellos el favor del público por décadas hasta el presente.

El estudio de la escena cubana de los años treinta ha privilegiado el movimiento de modernización que sucede en la misma, de manera que las repercusiones del teatro bufo y vernáculo durante las dos décadas que siguen están aún por estudiarse. La historiografía teatral del período que media entre los treinta y cincuenta destaca la voluntad de hacer un teatro cuyas preocupaciones se centran en el desarrollo de formas más modernas y de mayor trascendencia artística, en contraposición al agotamiento de las modalidades costumbristas y a la rutina del teatro comercial, y en cuyos afanes adquiere preponderancia la experimentación y la necesidad de un aprendizaje consciente y sistematizado.

En 1936, la fundación de La cueva — Teatro de Arte de la Habana define este camino hacia una expresión antinaturalista, que privilegia la búsqueda de un tipo de teatralidad más abstracta y enfatiza una concepción espectacular a tono con los cánones contemporáneos, prefigurándose la idea de puesta en escena que ha llegado a nuestros días. Pero la reacción al costumbrismo y al naturalismo también sustrae al teatro del debate social. El apoliticismo y el cosmopolitismo serán ahora sus principales signos, salvo algunas excepciones. Tal vez, como agudamente ha señalado la investigadora cubana Magaly Muguercia[19], sea éste otro tipo de respuesta al clima de desencanto y escepticismo imperante, que lleva a los artistas a refugiarse en el ámbito incontaminado de la creación, encauzando sus energías en la indagación y la experimentación estética. Como consecuencia, excepto por los esfuerzos del Teatro Popular, lidereado por Paco Alfonso, y el concurso de dramaturgia patrocinados por los grupos ADAD, Prometeo y Patronato del Teatro, la escritura dramática propia es relegada al olvido.

Sin embargo, este mismo espacio de tiempo muestra señales que hablan de la supervivencia de otros modelos estéticos y, lo más interesante, de su reelaboración con fines de mayor complejidad y trascendencia; vale decir, su inserción en los modos de hacer que serán fundacionales para la escena que vendrá y que se identifican como los más altos exponentes del teatro nacional contemporáneo, donde intervienen creadores de la talla de Virgilio Piñera, con su paradigmático texto Electra Garrigó (1947) y otras producciones posteriores; José Triana, con Medea en el espejo (1960) y La muerte del Ñeque (1963), hasta llegar al estremecimiento de la vida teatral que significó La noche de los asesinos (1965)[20]; Abelardo Estorino, con Las vacas gordas (1962) y Que el diablo te acompañe (1987); Albio Paz, con La vitrina (1971) y el resto de su repertorio con el Teatro Escambray, Huelga (1980), Fragata (1989) y, más adelante, El gato y la golondrina (1996); José Milián, con Vade retro (1961) y La toma de La Habana por los ingleses (1968); Héctor Quintero, con Contigo pan y cebolla (1962), El premio flaco (1964) y su dramaturgia de los años ochenta y noventa; para descubrir incluso en un autor como Reynaldo Montero, aparentemente alejado de semejante tesitura, las reminiscencias de este teatro en Los equívocos morales (1992) o en una obra como Liz (2001)[21].

De este modo, buena parte de la dramaturgia cubana de los sesenta, ochenta y noventa, remite en sus recursos, en su elaboración de personajes y situaciones, en la interrelación entre tragicidad y comicidad que recorre sus escenas, a aquella expresión teatral, no resucitable tal cual, pero cuyo espíritu parece destinado a vagar eternamente por el teatro cubano, mientras en el plano de la dirección escénica figuras procedentes de generaciones diversas que marcan pautas en el hacer nacional, como Berta Martínez y Carlos Díaz, entre algunos otros, apelan en sus creaciones a la más íntima esencia del bufo cubano, que no otra cosa produce ese ambiente de festividad y subversión perenne que obtiene Díaz en La niñita querida (1993), de Virgilio Piñera, y en su versión teatral de La celestina (2002); en tanto Berta Martínez, luego de sus profusas indagaciones en el ámbito lorquiano de las grandes tragedias, desde 1989 investiga y recrea las más populares manifestaciones del género chico español en Cuba (La verbena de la paloma y El tío Francisco y Las Leandras) en un acercamiento consciente a la génesis común de los fenómenos del género chico y el bufo cubano, al tiempo que prepara una próxima puesta en escena que reverencia, a la par que devela, al teatro bufo y vernáculo como matriz del teatro nacional.

Como era de esperarse, acorde con la propia naturaleza e historia del títere, también los elementos sustanciales al bufo están presentes en las producciones de este teatro, en particular, durante la etapa dorada del Teatro Nacional de Guiñol (1963-1970) fundado y lidereado por los hermanos Pepe y Carucha Camejo, donde se presentaron títulos como Títeres Son Poesía y La viuda triste, de clara raigambre bufa, junto a Don Juan Tenorio, Asamblea de mujeres, La Celestina y La Cenicienta, clásicos del teatro y la literatura occidentales, que no resultaron ajenos a la impronta de una picaresca propia; en espectáculos como Delirio de automóvil, del Teatro de Muñecos de La Habana, Esta máquina se vende, de Los cuenteros, y luego en buena parte de las mejores entregas de las jóvenes generaciones, como El príncipe Blu, versión de El príncipe porquerizo, de Hans Christian Andersen, por Teatro 2; Pelusín frutero, del Proyecto Trujamán; El guiñol de los Matamoros, del Teatro de las Estaciones; Sácame del apuro, del Teatro Pálpito, entre otros.

El bufo cubano reaparece en la creación contemporánea, en ocasiones, mediante la actualización de los personajes de la tríada bufa, al parecer inscritos de un modo indeleble en la mitología teatral cubana; en otras, a partir de la mirada carnavalesca, bufonesca y subvertidora de franco choteo cubano; o arropado en la picardía y la irreverencia de los caracteres que, a veces, alcanzan la elaboración de tipos dramáticos, y que, en la construcción de sus discursos remiten al peculiar cuerpo dialógico de aquella célebre criatura del negro catedrático — personaje de singular repercusión a lo largo de nuestra historia teatral —,en sus diversas variantes, sin importar ahora el color que muestre su piel; o en la estructura de un teatro musical pródigo en personajes típicos; o en las motivaciones dramáticas de la comida, el sexo y el dinero[22], o en el trasfondo trágico que destaca en personajes y situaciones más allá de la hilaridad que los envuelva.

Sin embargo, mientras sus esencias, a través de sucesivas transformaciones, continúan integrando nuestra praxis teatral, tanto en los procesos de creación como en los de recepción, buena parte del pensamiento teórico crítico acerca del teatro cubano se le opone y, desde una óptica contemporánea, le critica su reducción del negro a puro objeto de burla, su trato discriminatorio de la mujer, que significa al personaje de la mulata como mero símbolo sexual, su falta de radicalidad política, su representación festiva de las miserias de la vida nacional.

Según mi parecer, en ello concomitan variados factores. De una parte, la dicotomía presente en nuestro teatro entre la escena reconocida como popular y una escena llamada culta, de vocación cosmopolita, que busca legitimizarse internacionalmente parangonándose con las corrientes estéticas al uso en las culturas occidentales del llamado primer mundo y que, como consecuencia, no siempre deseada, es incapaz de resignificar su propia historia a la vez que reproduce la ideología heredada durante siglos de coloniaje, y en cuyo fondo quizás palpite aquel mismo espíritu que recorre la obra cumbre de José Martín Félix de Arrate en contraposición a las afirmaciones de aquel Manuel Martí, deán de Alicante[23]. De la otra, el agotamiento de las fórmulas, la necesidad genuina de desarrollar la escena propia, de encontrar otros modelos que permitieran otras vías de expresión; la renuncia al estereotipo que caracteriza a lo cubano y sus sujetos portadores como algo ligero, frívolo, superficial y festivo a ultranza. Todo ello en el contexto de un particular predominio de la ideología política en nuestros análisis estéticos, que no consigue entender las complejas, pero precisas y peculiares relaciones de la creación artística con la ideología en sus diversos estratos.

El proceso que sobrevino con posterioridad al triunfo revolucionario de 1959 y que tuvo entre sus objetivos la dignificación del cubano, también trajo como consecuencia, sobre todo bajo el influjo del modelo socialista de los países de Europa del Este, la introducción de una solemnidad desmedida en nuestra vida nacional que, por supuesto, no resultó espacio propicio al desarrollo de lo cómico y festivo dentro de la producción artística, sin considerar cuánto de serio y trascendente puede alcanzarse mediante los recursos de la comicidad, además de colocar un sinnúmero de actores, dentro de la tipología y roles sociales, fuera del alcance de la sátira y la crítica, constituyéndolos en algo similar a símbolos patrios (tales son los casos de los atletas, los médicos, los maestros, periodistas, fuerzas del orden, directivos, funcionarios, etc.).

El suceso, impensable, de una revolución socialista en lo que hasta poco antes había sido el traspatio del Imperio y la sistemática amenaza que el mismo constituía para la Revolución triunfante, expresada en continuas maniobras y campañas desestabilizadoras, situaba en primer plano la unidad y la necesidad de convocar todas las energías con vistas al fortalecimiento del proceso revolucionario. En consecuencia, el plano político de la vida, fuente inspiradora del quehacer bufo y vernáculo, también se constituyó en zona vedada a la crítica artística, a no ser en lo referido a los adversarios manifiestos del cambio social: el imperialismo yanqui y la contrarrevolución interna.

En los años posteriores a la desaparición del campo socialista, con el replanteamiento de las bases teóricas del socialismo cubano una numerosa serie de humoristas y agrupaciones escénicas de este corte que, de nuevo, ponen en circulación los recursos y personajes del vernáculo, logra una significativa presencia en la escena, en medio de una sociedad que se reconoce en su mayor complejidad y hace patentes sus contradicciones. Es también éste el escenario donde tienen lugar producciones como las ya anteriormente mencionadas de La verbena de la paloma, El tío Francisco y Las Leandras, La niñita querida, La Celestina, a las que se añade La divina moneda (2002, Centro Promotor del Humor); espectáculos todos que dialogan con esa zona fecunda de nuestra historia teatral que es el teatro bufo cubano y que tornan evidente la necesidad de alcanzar la cultura necesaria que nos permita, conscientes de aquellas determinaciones ideológicas que inevitablemente operan sobre nosotros, conducir los pertinentes procesos de reapropiación e intercambio con nuestras propias fuentes culturales y descubrir en ellas, incluso, un modo más libre de relacionarnos con lo que somos y prefigurar lo que queremos ser.




    Notas

    1. Véase Enrique Río Prado. La venus de bronce, Hacia una historia de la zarzuela cubana, Society of Spanish and Spanish American Studies, University of Colorado, Colorado, U.S.A., 2002.

    2. Véase Rine Leal. "El pecado original", en Revolución, Letras, Arte, Editorial Letras Cubanas, 1980.

    3. Al respecto, véase José Antonio Portuondo, "Alcance a las relaciones", en Astrolabio, Colección Cocuyo, Editorial de Arte y Literatura, 1973, p. 159-181.

    4. Offenbach ganó popularidad como compositor a través de sus operetas humorísticas. A mediados del siglo XIX abrió un teatro para representar sus propias obras al que llamó Bouffes Parisiens.

    5. Gaceta de La Habana, 27 de mayo de 1868 y El País, 29 de mayo de 1868.

    6. "Juzgando por la numerosa y escogida concurrencia que asistió anoche al circo de la Puerta de Colón, podemos decir, con toda verdad, que el espectáculo que ofrecen los Bufos cubanos se ha aclimatado entre nosotros de un modo que irá en aumento, según se estienda el personal de la compañía y se ensanche el círculo de obras representables en que ha girado hasta ahora" (sic). El País, 13 de junio de 1868.

    7. Así se habla de disparate catedrático, parodia bufo catedrática, juguete cómico-lírico-pantomímico, etc.

    8. J.M.Valdés Rodríguez: "Algo sobre el teatro en Cuba", en Rev. Universidad de La Habana, 1964, p. 47.

    9. Al respecto Rine Leal ha señalado muy lúcidamente cómo la incapacidad literaria de sus autores resultó en una expresión de dimensiones netamente escénicas.

    10. En esta etapa, durante la década del veinte, parecen haber coexistido hasta 16 instalaciones teatrales en La Habana que admitían en su programación espectáculos de lo que por entonces se llamaba género cubano.

    11. Francisco Figueras. Cuba y su evolución colonial, Editorial Isla S.A., La Habana, 1907, p. 297.

    12. Ibíd., p. 273.

    13. Ibíd., p. 289.

    14. Ibíd., p. 286.

    15. Calles, por cierto, no lejanas a los palacetes y residencias lujosas y al propio Teatro Tacón, inaugurado en 1834 y considerado una instalación sin par en la América española.

    16. Véase al respecto, entre otros títulos, La sociedad cubana en los albores de la República, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2002.

    17. "(...) espectáculo que, por lo mismo que cuenta con enemigos, crece cada día más en el favor del público". El País, sábado, 20 de junio de 1868.

    18. Véase Enrique Río Prado. Op. cit., p. 39.

    19. Véase Oscar Luis López, La radio en Cuba, Edit. Letras Cubanas, 2002.

    20. Véase Magaly Muguercia, El teatro cubano en vísperas de la Revolución, Editorial Letras Cubanas, 1988.

    21. Pienso que las posibles influencias actuantes sobre estos autores no sólo hay que buscarlas en el teatro del absurdo y en el teatro de la crueldad europeos, sino también en el bufo cubano del XIX.

    22. Estorino, Milián, Paz y Montero identifican resonancias del teatro bufo y vernáculo en estas zonas de su creación dramática.

    23. Véase el interesante artículo de Matías Montes Huidobro "Lenguaje, dinero, pan y sexo en el bufo cubano", Cuadernos hispanoamericanos. Revista Mensual de Cultura Hispánica 451-452, enero-febrero, 1988, p. 241-253.

    24. La obra de Arrate Llave del Nuevo Mundo. Antemural de las Indias Occidentales. La Habana descripta: noticias de su fundación, aumentos y estados, una de las más valiosas producciones de nuestros estudios históricos en el siglo XVIII, terminada en 1761 y publicada en 1830, dialoga con el Epistolarium, de Manuel Martí, publicado en 1735, y resulta expresión de las disputas entre criollos y españoles con respecto a la ilustración y civilidad de las colonias americanas.



    Esther Suárez Durán, La Habana, 1955.
    Graduada de la Licenciatura en Sociología en 1978 en la Universidad de La Habana.
    En 1992 obtiene el grado de Master.
    Investigadora del Centro Nacional de Investigaciones de las Artes Escénicas.
    Profesora Titular Adjunta de la Facultad de Historia, Sociología y Filosofía de la Universidad de La Habana.
    Dramaturga, escritora, crítica teatral, ensayista, guionista de radio y televisión.
    Actualmente prepara su tesis de doctorado sobre el teatro bufo cubano.


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