Cuba

Una identità in movimento


Por la integración cubana de blancos y negros

Fernando Ortiz


Esta hora que está pasando será recordada por mí como una de las más llenas y felices. Ella me indica la culminación de la parábola de mi vida intelectual, en lo que ésta pueda tener de humanismo cálido y vívido. Haber llegado hasta ella y poder hoy congratularme con vosotros en fraterna compañía es para mí premio bastante a mis afanosos esfuerzos por subir y por subir con vosotros, con la gente de color de mi tierra, y también con la gente blanca, asimismo necesitada de ascensión hacia lo alto, libres todos de esos grilletes de la incultura que a todas las razas apresan por igual en la más terrible y duradera de las esclavitudes. Esta noche ya podemos juntos henchir nuestro espíritu con el goce de contemplar desde lo alto lo que dejamos allá abajo en las ciénagas fangosas y en los barrancos sombríos, ver ahora las realidades por encima de las neblinas de los prejuicios ocultadores y reafirmar nuestras seguridades en que ya podremos ir subiendo con más premura y firmeza hasta pasar los nubarrones que aún nos ocultan las más altas cumbres y la luz astral.

Oíd, en brevísima síntesis, cuál ha sido mi ruta en la montaña y cuáles los pasos y circunstancias de mi subida, no por lo que de personal representa, sino por lo que reflejan en lo social y progresivamente cambiadizo de nuestras relaciones interraciales. Hace cuarenta años que, movido por mi temprana curiosidad por los hechos humanos y particularmente por los temas sociológicos, que entonces eran gran novedad en el ambiente donde yo estudiaba me fui entrando sin premeditarlo ni sentirlo en la observación de los problemas sociales de mi patria. Apenas regresé de mis años universitarios en el extranjero, me puse a escudriñar la vida cubana y enseguida me salió al paso el negro. Era natural que así fuera. Sin el negro Cuba no sería Cuba. No podía, pues, ser ignorado. Era preciso estudiar ese factor integrante de Cuba; pero nadie lo había estudiado y hasta parecía como si nadie lo quisiera estudiar. Para unos ello no merecía la pena; para otros era muy propenso a conflictos y disgustos; para otros era evocar culpas inconfesadas y castigar la conciencia; cuando menos, el estudio del negro era tarea harto trabajosa, propicia a las burlas y no daba dinero. Había literatura abundante acerca de la esclavitud y de su abolición y mucha polémica en torno de ese trágico tema, pero embebida de odios, mitos, políticas, cálculos y romanticismos; había también algunos escritos de encomio acerca de Aponte, de Manzano, de Plácido, de Maceo y de otros hombres de color que habían logrado gran relieve nacional en las letras o en las luchas por la libertad; pero del negro como ser humano, de su espíritu, de su historia, de sus antepasados, de sus lenguajes, de sus artes, de sus valores positivos y de sus posibilidades sociales... nada. Hasta hablar en público del negro era cosa peligrosa, que sólo podía hacerse a hurtadillas y con rebozo, como tratar de la sífilis o de un nefando pecado de familia. Hasta parecía que el mismo negro, y especialmente el mulato, querían olvidarse de sí mismos y renegar de su raza, para no recordar sus martirios y frustraciones, como a veces el leproso oculta a todos la desgracia de sus lacerias. Pero, impulsado por mis aficiones, me reafirmé en mi propósito y me puse a estudiar enseguida lo que entonces, en mis primeros pasos por la selva negra, me pareció más característico del elemento de color en Cuba, o sea el misterio de las sociedades secretas de oriundez africana que son supervivientes en nuestra tierra.

Todos hablaban aquí de tal tema, pero en rigor nadie sabía la verdad. El asunto se presentaba tenebroso, envuelto en fábulas macabras y en terribles relatos de sangre, los cuales espoleaban más mi interés. Hasta le escribí a un editor amigo ofreciéndole el original de un libro que yo iba a escribir en un año; pero han pasado cuarenta años y ese libro aún no está escrito, pese al tesoro de observaciones acumuladas por mí. Comencé a investigar, pero a poco comprendí que, como todos los cubanos, yo estaba confundido. No era tan sólo el curiosísimo fenómeno de una masonería negra lo que yo encontraba, sino una complejísima maraña de supervivencias religiosas procedentes de diferentes culturas lejanas y con ellas variadísimos linajes, lenguas, músicas, instrumentos, bailes, cantos, tradiciones, leyendas, artes, juegos y filosofías folklóricas; es decir, toda la inmensidad de las distintas culturas africanas que fueron traídas a Cuba, harto desconocidas para los mismos hombres de ciencia. Y todas ellas se presentaban aquí intrincadísimas por haber sido trasladadas de uno a otro lado del Atlántico, no en resiembras sistemáticas sino en una caótica transplantación, como si durante cuatro siglos la piratería negrera hubiese ido gagueando y talando a hachazos los montes de la humanidad negra y hubiese arrojado, revueltas y confusas, a las tierras de Cuba barcadas incontables de ramas, raíces, flores y semillas arrancadas de todas las selvas de África.

Desde hace cuarenta años me hallo en labor exploradora, de clasificación y de análisis, por esa intrincadísima fronda de las culturas negras retoñadas en Cuba, y de cuando en cuando he ido dando algo a luz, como débil muestra y ensayo de lo mucho que puede hacerse y está por hacer en ese campo de la investigación, aun casi sin explorar.

En 1906 publiqué mi primer libro, un breve ensayo de investigación elemental acerca de las supervivencias religiosas y mágicas de las culturas africanas en Cuba, tales como eran en realidad y no como eran aquí tenidas. Es decir, como una variación extravagante de la brujería de los blancos, o sea de ese milenario trato con los demonios o malos espíritus, donde se daban las horribles prácticas de las brujas de Europa, las cuales chupaban la sangre de los niños y volaban montadas en escobas a los aquelarres de Zagarramurdi para entregarse a las orgías más repugnantes con el gran cabro satánico, quien en sus entrañas engendraba seres monstruosos, semihumanos y semidemonios. Así lo aseguran los autos de los procesos de la Santa Inquisición y las obras de muy sesudos teólogos. Dígalo por todos ellos el jesuíta P. Martín del Río con su obra famosa, de tanta sabiduría en la estructura como barbarie en el pensamiento. Fue suerte que ya en la primera investigación de la brujería de Cuba y sus misterios, pudiéramos asegurar que aquí no había reales vuelos de la aeronáutica diabólica y que la llamada brujería en Cuba era sobre todo un complejo conjunto de religiones y magias africanas mezcladas entre sí y con los ritos, leyendas hagiográficas y supersticiones de los católicos y con las supervivencias del paganismo precristiano que entre éstos se conservan.

En ese libro introduje el uso del vocablo afrocubano, el cual evitaba los riesgos de emplear voces de acepciones prejuiciadas y expresada con exactitud la dualidad originaria de los fenómenos sociales que nos proponíamos estudiar. Esa palabra ya había sido empleada en Cuba una vez, en 1847, por Antonio de Veitia, según dato que debo a la tan cortés como intensa erudición de Francisco González del Valle; pero no había cuajado en el lenguaje general como lo está hoy día. Mi primer libro, aun cuando escrito con serena objetividad y con criterio positivista, y pese al prólogo con que lo honró César Lombroso, fue recibido por lo general entre la gente blanca con benevolencia, pero siempre con esa sonrisa complaciente y a veces desdeñosa con que suelen oírse las anécdotas de Bertoldo, los cuentos baturros o los chistes de picardía; y entre la gente de color el libro no obtuvo sino silencio de disgusto, roto por algunos escritos de manifiesta aun cuando refrenada hostilidad. Para los blancos aquel libro sobre las religiones de los negros no era un estudio descriptivo, sino lectura pintoresca, a veces divertida y hasta con puntas de choteo. A los negros les pareció un trabajo exprofeso contra ellos, pues descubría secretos muy tapados, cosas sacras de ellos reverenciadas y costumbres que, tenidas fuera de su ambiente por bochornosas, podían servir para su menosprecio colectivo. Sentí yo esa hostilidad muy de cerca, pero no me arredró.

Pasaron los años y seguí trabajando, escribiendo y publicando sobre temas análogos. Como que no había acritud despectiva alguna en mis análisis y comentarios, sino mera observación de las cosas, explicación de su origen étnico y de su sentido sociológico y humano, y además su comparación con idénticos o análogos fenómenos presentados en el seno de las culturas típicas de los blancos según los tiempos y países, a la hostilidad prejuzgadora que me tenía la gente de color sucedieron después el silencio cauteloso y la actitud indecisa y una respetuosa cortesía, mezcla de timidez, de disculpa y demanda de favor. No gustaba que yo publicara esos temas, pero no se me combatía en concreto.

En varias ocasiones me preguntaron directamente:

Por entonces tuve yo la malaventura de meterme en política y durante aquellos diez o doce años, ya muy conocido y con cierta popularidad, cada vez que iba por Marianao, Regla, Guanabacoa y por ciertos barrios habaneros en excursión exploradora de cabildos, santerías, plantes, comparsas, claves, bailes, toques y demás núcleos donde sobreviven las ancestrales tradiciones del mundo negro, oía yo alguna nueva y curiosa interpretación de mis persistentes averiguaciones. Un liberal dijo:

Un conservador, mulato pasado por más señas, añadió:

No faltó señorona encopetada diciendo que yo solía correrme a los bembés atraído por las hijas de la Virgen de Regla más que por los cultos a la Madre del Agua. Salí de la política, en la cual ni perdí ni gané por mis escritos. Ya entre la gente de color la desconfianza iba menguando; a veces se me iban acercando para pedirme, como abogado ejerciente que yo era, protección contra quienes los atropellaban. Cuando menos, se me miraba como un turista del propio patio, amigo de divertirse con las cosas exóticas, algo así como esos rubios del Norte que de paso en Cuba pagan porque aquí les bailen la rumba al gusto de su obscenidad. Pero, así entre negros como entre blancos, mis publicaciones no pasaban de ser meros entretenimientos de historia y de costumbrismo pintoresco. Y, en algún caso, algún informante de color se creía de buena fe obligado a subrayar sus noticias de las cosas africanas con los más despectivos comentarios, creyendo así que denigrando absurdamente a sus abuelos oscuros realzaba su persona ante mi estima.

Permitidme de paso que os diga, aprovechando esta ocasión tan adecuada, que este tristísimo fenómeno de la autodenigración es perfectamente comprensible y disculpable, conociendo la enorme presión con que las fuerzas dominadoras han aplastado durante siglos a los grupos humanos sometidos y la tremenda y singular hostilidad del ambiente social contra quienes han tenido la desventura de que la subyugación les fuese agravada por lo imborrable y ostensible de su cutánea pigmentación. Por ello esa actitud negadora de su propia personalidad ha sido más frecuente y duradera en el negro. Ya se ve documentada en plena Edad Media, cuando América no había sentido aún el abrazo de Africa.

Así, lo advertía hace más de seis siglos el famoso Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en su Libro de Buen Amor. Y no puede desconocerse que todavía abunda entre los más infelices elementos de color ese complejo de inferioridad sumisiva y denigratoria. Pero ese fenómeno negativista, realmente psiquiátrico y de patología colectiva, no es privativo de los negros y constantemente lo vemos en individuos y pueblos de las más diversas razas, siendo, sin duda, el más grave obstáculo contra la dignificación y ascenso social de las razas supeditadas a los niveles superiores de la indiscriminación.

En 1928 fui a Europa y en Madrid, ante el pleno de la intelectualidad española, hube de protestar de que se hiciera política de reaproximación con América invocando la religión y la raza. Contra el mal uso de la religión, porque no hay una religión española, aunque no faltan fanáticos que se conducen como si tal creyeran, y quieren imponer a toda la América Latina un catolicismo inquisitorial, traducido por ellos en Toledo. Y combatí la propaganda de la raza porque tampoco hay tal raza española, siendo España, a cuya civilización pertenecemos sin desdoro en lo troncal, uno de los pueblos más amestizados de la tierra; y porque, aún existiendo tal raza hispánica, de todos modos el racismo es un concepto anacrónico de barbarie, incompatible con las exigencias contemporáneas de la cultura y enemigo de la nación cubana. Entonces ya comprendieron algunos, así blancos como de color, que mi faena de etnografía no era un simple pasatiempo o distracción, como una afición de caza o pesquería, sino que era base para poder fundamentar mejor los criterios firmes de una mayor integración nacional.

Hoy día ya la confianza en las investigaciones etnográficas va creciendo y existe en Cuba una minoría escogida, conciente, capacitada y con visión clara hacia lo futuro, (en esa minoría y a su vanguardia estais vosotros), la cual comprende que la única vía de la liberación contra todos los prejuicios está en el conocimiento de las realidades, sin pasiones ni recelos; basado en la investigación científica y en la apreciación positiva de los hechos y las circunstancias.

Últimamente, con motivo de los dos cursillos sobre los Factores Étnicos de Cuba dados por mí en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana y recibidos con agrado y gran interés por los elementos estudiosos de todas las razas, he podido apreciar que ya se ha iniciado en Cuba esa fase culminante de la comprensión interracial; y el hecho de haberse dirigido el Club Atenas al señor Rector de la Universidad, felicitándolo por su iniciativa creando esos cursos y pidiendo su ampliación permanente, demuestra cuán decisiva y diáfana es ahora la posición de los más cultos elementos de color tocante a la consideración de los problemas étnicos sobre una base realista de ciencia, ajena a toda suerte de propagandas emocionales así en la diatriba como en la apología.

Esta graduación que he señalado en cuanto a las varias actitudes con que durante cuarenta años se ha respondido a mi tarea intelectual es exactamente la misma con que se expresan los impactos de dos razas o culturas a través de todas las fases de su recíproca transculturación. Primera fase: la hostil. El blanco ataca al negro para arrancarlo de su tierra y esclavizarlo a la fuerza. El negro se rebela cuanto puede; le da guerra, se apalenca como cimarrón y hasta se suicida en racimos. Se predica que el negro es de raza maldita; lo maldijo Noé, dicen los teólogos. Todo en él es infrahumano y bestial. Al fin el hombre de color es vencido, pero no resignado. Así ocurría hasta el siglo XIX.

Viene la segunda fase, la que suele ocurrir, en la primera generación criolla: la transigente. El blanco, con la esclavitud o fuera de ella, explota al negro y éste; impotente contra la fuerza, se defiende con la astucia, y va adoptando recelosas y hábiles actitudes de acomodamiento. El amor sensual va hilvanando las razas con el mestizaje. El blanco va cediendo ya con sus amorenados hijos; y el negro que ha perdido patria, familia y la conciencia de su pasado histórico, se va reajustando a la nueva vida, a la nueva tierra y sintiendo el amor de una nueva patria. Ya el negro puede bailar y el blanco con él se divierte. Se exaltan los tipos de "el negro bueno" y de "la amita buena"; pero dominante y dominado desconfían uno de otro. El uno alarga los días, el otro espera el suyo; ambos aprovechan el que está pasando. Hay una tregua, hay un Zanjón. Así fue anteayer.

Así se va llegando poco a poco a la tercera fase: la adaptativa. El individuo de color ya en la segunda generación criolla, trata de superarse, imitando al blanco, a veces con ceguera y así en lo bueno como en lo malo. Es acaso la fase más difícil. El hombre de color llega en ocasiones desesperadas a renegar de sí mismo. El mestizo se hace blanco por la ley, por el dinero o por la alcurnia; pero su vida es una constante frustración, agravada por el incesante disimulo. Los vocablos negro y mulato llevan consigo todavía un sentido de oprobio; hay que sustituirlos por otros con eufemismo en el lenguaje común. La abuela o la madre pasa la vida escondida, infeliz y en sobresalto para que su presencia morena no dañe en público a sus descendientes quienes viven en una inhibición constante y agotadora. El blanco dominador les tolera los convencionales blanqueamientos, les acepta ciertas cooperaciones ventajosas, hasta los matrimonios convenientes, y va tratando más de cerca al dominado de color, pero siempre que éste

Así ocurrió hasta ayer mismo y aún ocurre todavía donde se vive con el ritmo pasado.

Llega la cuarta fase: la reivindicadora. El hombre de color va dignamente recuperando su dominio y el aprecio de sí mismo. Ya no reniega de su raza ni de sus matices, ni se abochorna de sus tradiciones, ni de los valores supervivientes de su ancestral cultura. Negro y mulato dejan de ser vocablos tabú. Cunden el respeto mutuo y la cooperación entre blancos y negros; pero todavía se interponen los resabios de los prejuicios seculares y el gravamen discriminatorio de los factores económicos. Estamos ahora en Cuba ya en vías de comprensión, pero con una onerosísima carga de prejuicios sin liquidar, y hasta agravados por las políticas extranjeras y predatorias, cuyo corifeo ahora es Hitler con sus racismos brutalitarios. Esta es la fase de hoy.

Estos pasos de las relaciones interraciales no son exclusivamente cubanos; los sociólogos los pueden observar en todos los continentes. Ni son peculiares de las relaciones entre blancos dominantes y negros sometidos, pues se dan igualmente entre todas las razas y en todas las épocas y latitudes, donde quiera que se producen los impactos de culturas dispares precipitados por los conflictos económicos. Ni son esas las fases por donde han de pasar, dadas sus posiciones sociales correlativa, todas, las personas en la convivencia de etnias distintas y en contraposición; pues las circunstancias ambientales y el genio eventual de los individuos pueden apurar o eludir una fase u otra; pero a poco que se penetre en el análisis se observan por la antropología social esas fases esquemáticas del proceso de la transculturación. Tales como han sido sentidas por mí, claramente y en lo vivo, en los contactos sociales con mis compatriotas de color durante los 40 años transcurridos desde mis primeros estudios afrocubanos: desde la hostilidad y la desconfianza hasta la transigencia y, al fin, la cooperación.

Pero aún nos queda una quinta fase que alcanzar, la integrativa. En esa está sólo una minoría reducida. En ella estamos nosotros los que aquí nos reunimos. Es la fase de mañana, del mañana que ya alborea. Es la última, donde las culturas se han fundido, y el conflicto ha cesado, dando paso a un tertium quid, a una tercera entidad y cultura, a una comunidad nueva y culturalmente integrada, donde los factores meramente raciales han perdido su malicia disociadora. Por esto, el acto presente de un grupo de cubanos de razas diversas que se juntan para un rito de comunión social, donde se consagra la necesidad de la comprensión recíproca sobre la base objetiva de la verdad para ir logrando la integridad definitiva de la nación, resulta por su profundo y trascendente sentido un momento nuevo en la historia patria y como tal debemos interpretarlo.

La benéfica trascendencia de este acto simbólico puede estimarse plenamente si tenemos en cuenta cuatro fenómenos sociales coetaneos, muy ciertos y abrumadores, que no podemos desconocer.

Es el primero, que todavía son los más los que se empeñan en comprender los problemas cubanos sin estudiar al negro y desconociendo su presencia.

Se quiere ignorar todo esto o darlo al olvido, no advirtiendo que, sin conocer a fondo a todos los protagonistas de la tragedia cubana jamás podremos comprender la hondura de nuestros males y donde están los caminos hacia mejores días.

El segundo de estos fenómenos graves que nos rodean es la persistencia de los racismos. No son ellos una desgracia exclusivamente cubana y aun podemos asegurar que aquí estamos mejor que en otros países donde, a pesar de su más avanzada civilización en las ténicas predominantes y en la evolución económica, están más atrasados que Cuba, mucho más atrasados, en ese campo de las relaciones interraciales; pero no cabe negar que en Cuba siguen los racismos discriminatorios sin haber alcanzado los progresos igualitarios que ya logró el Brasil. Blancos racistas hay que aún niegan su derecho al negro capaz por sólo ser negro; y negros racistas hay, aún cuando naturalmente son los menos, que exigen a veces el logro de sus individuales aspiraciones, aun siendo incidentalmente incapaces de merecerlas, por sólo ser ellos negros y amenazando con acusaciones de racismo disparado en su contra.

Todo esto debe desaparecer o amenguarse rápidamente en Cuba si no queremos hundirnos en un caos social, pues los enconos e injusticias de los racismos a todos alcanzan y son para todos una amenaza permanente. Quien fomenta el odio enarbolando bandera de raza, se verá un día perseguido a su vez por pretexto de raza también. Todo racismo tiene su rebote y es en definitiva un insulto y un peligro para todos los cubanos por igual.

Esto es más apremiante cuando otro fenómeno social contemporáneo arrastra a Cuba como a todos los pueblos hacia contingencias desconocidas. Es el de una guerra a muerte de la barbarie regresiva contra la civilización progresista. El del criterio medioevalesco, europeo, absolutista, monarquizante y opresor, contra el criterio moderno, americano, democrático, republicano y liberal. Y en esta guerra, Cuba, por la debilidad de sus defensas y por lo poderoso de sus enemigos internos, corre un gravísimo peligro, el de perder la guerra, su guerra, aunque ganen la guerra común sus fuertes aliados; y, más todavía, el peligro de perder su paz venidera, la paz de su pueblo, de la cual pocos son los que parecen preocuparse en estos tiempos que van corriendo.

Porque, es necesario decirlo y ocasiones como ésta son las más sugeridoras para confesarlo en alta voz como en rito de penitencia colectiva, el más terrible fenómeno social que nos pone en trance de muerte, mucho más que el de la guerra misma, es el de la fermentación desintegradora que nos viene corroyendo. No neguemos nuestra dolencia. Doquiera se oye decir que Cuba está podrida; como lo estaba Francia, como lo están otras repúblicas del Caribe. No es precisamente un problema de incapacidad, porque la impreparación, que no ha de repararse inmediatamente, puede sin embargo aliviarse y suplirse. No es tampoco una mera crisis de corrupción. Esta es inveterada e intensísima como siempre, pero ahora parece más desaforada, cual nunca fue, y a todas partes llega la pútrida infección sin represiones que la contengan. Pero aun hay algo que agrava nuestra desintegración nacional. Nuestro mal supremo es lo que en Cuba llamamos el relajo; es decir, la relajación de las disciplinas, la carencia de los respetos, la burla de las jerarquías ciertas, el fraude de las leyes, la exaltación de las chabacanerías, la petulancia de las insuficiencias, la falta de sanciones, la impunidad de los crímenes, la transigencia con las vilezas, el desvío de todo sacrificio... El relajo no es vicio nuevo en Cuba. Nos llegó de la colonia, donde, según la frase oficial, las reales pragmáticas se ponían sobre la cabeza en señal de reverente acatamiento, pero a la vez se hacía constar que no se cumplirían. Y por ello y por los complejísimos fenómenos de traumatismo individual y colectivo que determinaron la formación aluvional del pueblo cubano, siempre hubo en la vida de éste algo de convulso y descentrado, y sus expresiones han tenido a veces de inconexo y esquizoide, como sucede en todos los seres largo tiempo opresos, inhibidos y sin cesar torturados. Parece asombroso que Cuba haya podido encontrar en su seno tantas virtudes patricias y plebeyas para sus luchas libertadoras. Pero el relajo en Cuba parece ahora más desvariado y loco, a medida que por sus propias culpas y abusos han ido perdiendo sus prestigios las viejas instituciones coordinadoras y cohesivas de la vida ciudadana. No es ello un mal meramente político, ni culpa de unos partidos más que de otros, ni de los caudillajes de ahora más que de los pasados, ni de un grupo social enloquecido en sus ambiciones, ni de una actividad extranjera disolvente, ni de una desesperación nativa que se empeña en vivir al día, y hasta a la hora o al instante, como los fulleros en

El mal es un estado infectivo general que ya llega a la médula misma de la nación, mermándole sus posibilidades de defensa, como una ataxia incontrolable.

El relajo, decimos, es más grave que la ignorancia porque un necio puede ser conducido por quien no lo sea y llegar ambos en salvo a su destino común; y también es peor que la corrupción porque hasta para poder robar hay que tener una prudente disciplina en la cuadrilla, la cual casi siempre modera los excesos absurdos y puede ser el comienzo de una ajustada conducta, aunque sólo sea porque la honradez hipócrita con frecuencia es la más conveniente actitud de la picardía. Con el ignorante y el ladrón, si ellos mantienen un modícum de orden en su conducta, se puede ir conviviendo como en una simbiosis, penosa pero temporalmente inevitable, hasta que llegue la enmienda o la sanción; pero con los vínculos sociales relajados no hay convivencia posible. A los ignorantes se les puede enseñar, a los corrompidos a veces se les "mete en vereda"; pero a los locos desenfrenados se les encierra o se les aniquila, son estorbos a los demás y nadie llora su muerte. Nuestro pueblo refleja elocuentemente esa necesidad ineludible de un cierto orden, aun dentro de un ambiente de relajación, con la expresión "relajito con orden", como la fórmula de equilibrada transigencia entre el mal humanamente inevitable y su refreno socialmente necesario para subsistir. "Relajito" en diminutivo y condicionado, con un "orden" como su condición amenguadora.

Perder el orden cívico ahora es más que nunca peligrosísimo para Cuba; en las trágicas peripecias que está sufriendo el mundo, el relajo es la total indefensión ante las agresiones de los muchos enemigos que tiene la República, dentro y fuera de ella, tan ciertos como terribles y, no siempre solapados.

La impreparación, la corrupción y el relajo no son problemas de raza, pues esos males no distinguen colores de piel ni perfiles de cráneos; pero, sin duda, los racismos agravan extraordinariamente dichos peligros, máxime cuando en la hora presente las campañas de las etnofobias se mezclan con las políticas regresivas, como varias veces ya se ha intentado hacer en Cuba por los reaccionarios de siempre.





Tomado de Fernando ORTIZ, "Por la integración cubana de blancos y negros", in Los mejores ensayistas cubanos, La Habana, Edición de Salvator Bueno, Organización Continentale de los Festivales del Libro, 1959 (or: en Estudios Afrocubanos, La Habana, v. v, 1945-1946, pp. 219-220)


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