Cuba

Una identità in movimento


La buena mujer

Griselda La Bayamesa


Pueden ser breves como las margaritas y llenarle los ojos y la vida con su significativa presencia al más exigente de los gustos masculinos. Pueden también que tengan perfumadas hasta las vértebras más ocultas, y saturado el espíritu de las más divinas sutilezas y sensaciones. Hay para todos los gustos, pero esta mujer de quien hablo va más allá de lo que puede ansiar cualquier hombre porque llevaba implícito en todo su ser todo lo antes dicho, esto, lo otro y todo lo demás que tiene una mujer íntegra, y trabajadora por excelencia; pues si de trabajo se trataba ella misma era una máquina de trabajar y para decoradora no tenía precio, bastaba con ver la ropa colgada en la tendedera dispuesta por los diversos colores, tamaños y clases. En cuestiones amorosas ese era otro de los temas por lo que había que galardonarla: todas las noches como un reloj esperaba atenta a que el marido apagara la luz para echársele encima como una cabra montés escalando una montaña en busca de hierba tierna y jugosa. Así era Hortensia y Gregorio absorbía a diario toda aquella dedicación.

Cuando él llegaba del trabajo para almorzar ya la mesa estaba puesta con su mantel blanco que parecía un copito de nieve y encima los espirales de humo de diferentes olores, y ya la toalla al pie de la plumita del patio esperaba a que el terminara de refrescarse el sudor de la mañana. Todo era así cronometrado como un partido de voleibol y detallado como la misma naturaleza: no era de otra manera porque era de aquella forma. Sin embargo aquel mediodía había algo raro en el ambiente, pese a que todo estaba cronometrado y detallado como siempre.

    — Bueno, ¿Qué tenemos para hoy? — dijo Gregorio sentándose a la mesa con los ojos sobre la comida.

    — Te hice lo que siempre te gusta.

    — Sí, siempre me haces lo que a mí me gusta.

Y no se oyó más conversación que no fuera que los chícharos eran de los blanditos y que en la placita llegaron papas de las buenas, de esas que vienen llenas de tierra colorada. Entonces fue que Gregorio empezó a oír sin oír y a ver a través de las cosas porque mientras Hortensia movía la boca como una cinta de video rebobinándose, él dejó vagar su mente por allá por Alquízar donde vivía su tía Gladis y se tragaba los plátanos maduros fritos recordando el sabor de los que freía su tía y la mente de Gregorio se perdía por las ristras de ajo y cebolla que ella colgaba en el cobertizo, y sentía el olor de la tierra húmeda de cuando el tío entraba a la casa con las botas enfangadas. El sonido de los platos y cubiertos era igual que ahora, pero con un tono diferente.

    — Gregorio ¿Tú me estás escuchando?

    — Sí, sí mi vida. ¿Decías?

    — Te decía que en el frío hay cascos de naranja ¿Te sirvo?

    — No, mi vida. Es suficiente. Tráeme el café.

Sí que era suficiente porque entonces vendría a su mente como la tía Gladis se ponía a embutirle al tío Serafín el flan de leche con la cubierta quemadita de azúcar. El tío Serafín si que vivía aquello, y que le restregaran la espalda, y que le cortaran las uñas, que le sacaran los cayos, y que después de recibir una visita y haber estado fregando un vasijero como una montaña hasta la una de la madrugada, la tía Gladis se acostaba a darle masajes al tío Serafín para que al día siguiente amaneciera como nuevo.

    — Tía, ¿Usted no se cansa? — Le preguntaba en aquel tiempo Gregorio.

    — Qué va, mijo, así es como debe ser una buena mujer: incansable, inagotable para su marido.

Los recuerdos iban y venían, y Gregorio casi ni se daba cuenta que Hortensia permanecía a su lado, dándole masajes en los pies y hablando todo el tiempo.

    — ¿Ya te vas? — Preguntó ella al ver que se calzaba los zapatos.

    — Sí, Hortensia.

    — Pero, ¡Si todavía no son las dos menos cuarto!

    — No importa.

Hortensia sintió en la voz del marido un cansancio inusitado y se quedó en el portal observándolo mientras se alejaba camino a la imprenta sin haber dicho el adiós de todos los días.

A las seis de la tarde los olores a sopa y a panetela recién horneada se mezclaban con el agua de colonia que Hortensia se había puesto detrás de las orejas y entre los senos, y que se esparcía por toda la casa en el constante ir y venir del portal al comedor. Pero pasaron los turnos del baño, de la comida, de la novela y hasta del refrigerio nocturno y cuando ya Hortensia estaba metida en la cama sin dormir, sintió que la llave se introdujo en la cerradura, sigilosamente como un ladrón. El tufo a alcohol fue lo primero que le dio, después entró él tropezando con todo. ¡Ay! ¡Quién lo diría! Gregorio borracho entrando a su casa a las dos de la madrugada! Hortensia no sabía que decir, no podía decir porque la rabia le ahogaba las palabras como cenizas de cigarro en un vaso de cerveza y su corazón se le enturbiaba como la bebida.

Por la mañana los comentarios de los vecinos en la panadería acabaron por hacer explotar a Hortensia.

    — Oiga amiga y que le pasó anoche a tu marido. — Le preguntó la vecina del fondo que se alimentaba de chismes.

    — Nada, llegó un poquito tarde porque tenía una reunión.

    — ¿Reunión? Oye, pero parece que le cayó mal la reunión porque cuando yo estaba haciendo el café lo oí vomitar. Parecía que estaba vomitando el alma. ¡Qué manera de hacer bulla! ¡Dios Mío! Por poco la perra rompe la cadena.

    — ¡Y eso a ti que te importa! — Gritó enfurecida Hortensia haciendo que los de la cola dirigieran sus miradas hacia las dos mujeres.

Con la misma salió disparada para la casa, tiró el pan sobre la mesa y se le encaró al marido:

    — Oye, Gregorio. Si tu tienes otra mujer por ahí yo no lo voy aguantar y borracheras mucho menos. Así que mira a ver lo que tú haces.

    — Contra, vieja, cuando yo he andado en recholas por ahí. Porque un día uno se de un trago eso no cambia las cosas

Creía el eso, pero el cambio no había empezado el día anterior por haberse dado unos tragos, ni que en dos ocasiones se había marchado antes de tiempo para el trabajo, el cambio había empezado dos meses atrás o más y se había estado incubando en el fondo de sus sentimientos y ahora se daba el explote como los catarros malos o como las mermeladas de su tía Gladis que cuando las dejaba de remover, al meterle la espumadera saltaba quemándole las manos. Así le había pasado a Gregorio, el cambio lo tenía dormido y ahora se había despertado para hacer su evolución. Pero el comienzo del cambio fue la noche de la lluvia de estrellas. Aquella noche Gregorio se subió a la placa y se dejó tragar por el espectáculo, y le pareció que Marte, Júpiter, Neptuno y hasta Plutón se podían tocar con la mano, además de todo lo que hay en el cielo, y que los seres de todos aquellos planetas le decían: Buenas noches, Gregorio en un lenguaje extraño pero que él podía entender.

    — Ven, mi amor, mira que belleza. — Le había pedido aquella noche a Hortensia. Pero el hombre se quedó esperando por su mujer y bajó de la placa cuando ya en el cielo sólo se apreciaban las estrellas de siempre.

    — ¿Por qué no subiste a ver, chica?

    — Ay, Gregorio, a mí no me gusta perder el tiempo en boberías. Mira ya casi son las diez y todavía no has merendado.

Desde entonces Gregorio tenía el cambio adentro haciéndole cosquillas. Por eso después que pasaron dos o tres semanas de la vez que vino borracho y cuando ya Hortensia ni se acordaba de aquello, Gregorio una noche no vino a dormir. Por la mañana todo el barrio sabía que Gregorio había amanecido en casa de Maira, y como los chismes y bretes son inherentes a las colas de las placitas y panaderías, de allá vino Hortensia hecha una fiera pero con el corazón sangrando y el alma prendida de un hilo.

    — ¿Por qué, Gregorio? ¿Acaso no soy una buena mujer? ¿Cuando no has tenido tu ropa a tiempo? ¿Cuándo has comido fuera de hora? ¿Cuándo no he estado dispuesta para ti?

La respuesta pesaba más que aquella sarta de preguntas cuestionadoras, sin embargo se quedó flotando en el aire y Gregorio comenzó a vagar por todo lo que había vivido al lado de esta mujer maravillosa que tenía delante y que lo miraba con los ojos llenos de amor y de lágrimas. No tenía escapatoria. Iba a decirle que no sabía como había sucedido, que fue un mal paso, pero que no significaba nada, que ella era la mujer de su vida porque le llenaba hasta las fibras más íntimas y casas así de las que necesitan de muchas explicaciones pero no dicen nada, pero otra ráfaga de reproches lo hizo detenerse y pensar.

    — Y nada menos que con Maira, una mujer que no sirve para nada. Cuando todos la han dejado es porque no sabe atender a un hombre. A ver, responde Gregorio, ¿por qué ella y no yo?

¡Ah! Maira, pero Maira era una mujer que no necesitaba de chismes para seguir viviendo, se contentaba con cavilaciones extrañas sobre el medio oriente, el ecosistema y sueños acerca de lo desconocido, miraba a los ojos de la gente y veía más allá de la retina para descubrir lo que tenía su interlocutor en el cerebro, y para conversaciones superfluas le bastaba con susurrar canciones antiguas mientras el agua caía sobre las plantas. Pensando en esto Gregorio llegó al punto de partida y recordó la lluvia de estrellas, esa noche Maira también estaba en su placa con los brazos abiertos tragándose el universo, y como él también había bajado de la placa cuando solo se veía en el cielo la Osa Mayor y todo lo que conocemos. En ese momento Gregorio comprendió, abrió la boca y la respuesta salió liviana pero atronadora.

    — Ay, Hortensia, chica, porque a ti no te gusta mirar las estrellas.






Página enviada por Eliécer Fernández Diéguez
(26 de marzo de 2008)


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