Cuba

Una identità in movimento


La princesa y el caballero

Marié Rojas Tamayo


Era un mendigo muy conocido en la capital, pudiera decirse que el más popular en toda la historia de Cuba. Su paso generaba sentimientos diversos: algunos le temían, cerraban puertas y ventanas a su paso; había quienes lo ignoraban, esquivando la vista para no cruzarse con sus ojos de mirada extraviada; los que se creen a una altura superior al resto de los humanos, lo despreciaban; a muchas personas les resultaba simpático; para los turistas era una curiosidad más, como el castillo del Morro o el muro del Malecón; para los poetas y trovadores, motivo de inspiración. Así vivía, objeto de burlas de unos y de compasión de otros.

En ciertos hogares o establecimientos se le mostraba cordialidad, en otros rechazo, pero escasas veces fue víctima de otra provocación que la turba de chiquillos que marchaba a sus espaldas, burlándose de su aspecto desaliñado, de su mugre acumulada, de sus botas altas, de la trenza blanca que bailaba sobre la capa raída con que se envolvía, como un caballero de las cortes, cosa que los niños tomaban como un juego, huyendo en desbandada cuando se volteaba.

Se le conocía como El Caballero de París, pues de allá afirmaba haber venido. Hoy en día, se ha publicado un libro sobre sus últimos momentos y una réplica suya en bronce adorna una céntrica calle habanera. La pequeña parte de su historia a la que haré referencia no es del conocimiento público.

El andar y desandar del Caballero de París por las calles habaneras eran parte de la vida cotidiana, pero ella no lo sabía, tenía solo cinco años y vivía en un pueblo costero un poco apartado. Cuando lo vio en la puerta de su casa, con la mano extendida, corrió a refugiarse en la cocina, entre las faldas de su madre. Ella, cogiendo un pan de los escasos que tocaban por la cartilla de racionamiento, la tomó de la mano y la llevó junto a él.


— No temas, hija, es nuestro amigo El Caballero.


Flor, la niña de ojos azules, tomó el pan de la mano de su madre y se lo extendió. Él hizo una elegante reverencia y se sacó una margarita de la manga, obsequiándosela con una sonrisa. Ella sonrió, sin miedo, y la amistad quedó sellada.

El Caballero iba a verla a la escuelita del pueblo. Como se sabía que era inofensivo, lo dejaban sentarse a su lado en el banco del patio a la hora del receso, bajo el framboyán, mientras la maestra buscaba alguna cosilla para obsequiarle, una golosina, un pan, una moneda... Él nunca pedía, pero aceptaba gentilmente cualquier regalo, obsequiando a su vez flores silvestres o periódicos viejos con el donaire de quien entrega un título nobiliario. A veces Flor le daba la mitad de su merienda.

Creció a la sombra del Caballero, escuchando cómo vino de París, donde era "miembro de la corte y luego me hice capitán de navío, navegando en una cascarita de nuez que desafiaba las tormentas"; de la novia que dejó allá, con los ojos tan azules como ella, "eres una princesa, por eso tienes los ojos color del cielo, y tienes el poder de dominar los elementos, por eso te llamas Flor, a tu lado hay tres haditas que te protegen, son gorditas y pequeñas como duendes, pero tienen alas, ¿no las ves?".

Con un viejo mazo de barajas de fondo rojo, el mismo que aún conserva, le enseñaba a develar los enigmas ocultos en las imágenes. "Un día serás una gran adivina, Princesa, las cartas te hablarán solas, pero ahora tienes que estudiar", le decía cuando sonaba la campana que anunciaba el fin del recreo.

Antes de su graduación de sexto grado, él le llevó dos estilográficas con baño de oro, en estuche de lujo con un tintero en el medio. El Caballero nunca robó, no se sabe de dónde sacó tan valioso objeto. Al lado de la niña que no veía en él sino la magia, y no se percataba de los agujeros en los botines ni de la trenza sucia, había encontrado un lugar donde era aceptado y querido tal y como era, sin burlas, lástimas ni cuestionamientos.


— Toma, Princesa, esto es para que nunca te falte el amor — señaló la mayor —, si eres amada y no correspondida, escribe en un papel una carta de amor con ésta, o simplemente el nombre de tu amado. Cuando quieras olvidarlo, escribes su nombre al revés, o una carta de desamor, usando la otra. Nunca te desprendas de ellas.


Fue una de las últimas veces que lo vio. La vida la llevó por otros caminos, terminó su educación primaria, se trasladó a una escuela más alejada del reparto, el Caballero se movió a otras zonas de la ciudad. pero siguió estudiando los enigmas de las cartas. Sobre el piano que adorna su sala, colocó las estilográficas.

Pasados muchos años, casada y madre de un hijo, leyó en la prensa que el Caballero de París había decidido terminar sus pasos en el hospital psiquiátrico de la capital, donde habían cortado su trenza, le habían despojado de su vieja capa, de sus botas altas y le daban atención médica más por cuidar a un anciano abandonado que por intentar curar a un loco, porque a esas alturas se sabía que no tenía retroceso.

No lo pensó dos veces y fue a verlo.

Tuvo que pedir autorización al director del hospital, pues el Caballero no tenía familiares y, escudándolo de la prensa o de los curiosos, le habían prohibido las visitas. "Me has convencido con tu historia, le respondió, puedes pasar a verlo, pero te advierto que no te debes impresionar, sufre de desorientación espacial y temporal, no reconoce a nadie, ni siquiera a los que lo atienden a diario".

Lo distinguió con facilidad entre tantos pacientes por su enorme osamenta de Quijote. Estaba sentado en un banco de piedra, a la sombra de un árbol. Sin esperar nada a cambio, se sentó a su lado, en silencio, llena de emociones y recuerdos. Mantenía el mismo halo de sortilegio, movía los dedos como tocando un invisible piano.

Pasados unos minutos, El Caballero alzó las manos del teclado, volteó la cabeza y elevó una mirada perdida, que se detuvo en ella.


— ¡Tú eres Flor, la niña de los ojos azules!


Y como si el tiempo no hubiera transcurrido, recomenzó la interrumpida historia de su navegación en cáscara de nuez, de la novia con ojos de cielo "igual que tú, Princesa", de las intrigas de la corte.

Mientras las palabras corrían a su encuentro, revoloteaban a su alrededor las tres haditas rechonchas, protegiéndolos de los intrusos, de los que no entienden, de los que se niegan a querer.


    (Basado en una historia real)



Marié Rojas Tamayo







Página enviada por Marié Rojas Tamayo
(14 de octubre del 2008)


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