Cuba

Una identità in movimento


Tributo necesario a Lydia Cabrera y sus Egguns

Natalia Bolívar Aróstegui


A ti, pequeña sombra inquieta entre
los rosales del patio de "San José"
bajo un cielo de jazmines. Y a ti, la
China, en tu estera de sol acechando
soñolienta los ratoncillos de luz
que corretean entre las hojas. A tu
memoria Dundu bueno. A Ninu,
en Chartres. A Ratie, que descansaba
bajo una diamela junto a mi ventana.
A Chibi, a Win-Win, a Bibi y
a Rumbita, que me acompañó al
exilio...[1]


Tus animales — seres pensantes —, adoradores de orishas, npungus, nkisis que dialogan con la naturaleza, sus bosques, ríos de azules fundiéndose en el cielo, fieles guardianes de creencias inmemoriales, del tiempo definido de entreguerras, en la Europa de mágicos movimientos telúricos al encuentro de las artes, de la literatura; de tu Cuba soñolienta con el cálido trópico de soles naranjas en los azules infinitos y, después, de tu marcha por ese encrespado Mar Caribe de tu querida Yemayá, madre universal, patrona del puerto habanero, de tu Ochún, amulatada por los incontables viajes de sus hijos africanos a costas americanas; viajeras infatigables, desdoblamientos de espíritus que acompañan, en su deambular, a todos y cada uno de sus seres queridos; griots del fatigable tedio de la separación, de la lontananza; mujer del infinito Oloddumare de su Iroko, raíces potentes de culturas interoceánicas, proyección universal de tu Cuba de místicos Chicherekú, Kini-Kini; ayapás; Trinidad de tu insomnio; Montes intrincados de pattakíes, sus secretos abakuás en sociedades de reminiscencias del teatro griego; así, Lydia, me llevas de la mano al misterioso encuentro de ancestros, esclavos libertos, panteones de orishas de vida humana, de animales parlantes al vuelo de la imaginación; de Francisco y Francisca: sus chascarrillos de negros viejos, posesionándose de lectores ávidos de mundos inimaginables.

    Ya en camino, atiende en el silencio de la dulzura de una voz olvidada que te llevará por oscuras sendas interiores al país de tu infancia. Adéntrate en él. Comprenderás muchas cosas; cómo se resucita a los muertos o se impide que los muertos mueran. Repasa en cada insomnio una página de tu vida; recuérdalo todo, que tus recuerdos le devolverán a tu alma que se quedó pobre, un poco de riqueza.[2]

Naciste en La Habana, 20 de mayo de 1900. Un siglo de madurez precoz, de hombres y mujeres tocados por el genio de la fértil savia de la tierra. Tu padre, Raimundo Cabrera, figura pública de las letras, independentista, hombre comprensivo a la imaginación, aunque padre de ocho hijos, te asume como su preferida. ¿Vería la claridad de la percepción de esa hija amamantada por las nanas negras? Fuiste constante compañía, de su mano, en las tertulias de los cafés.

Con esa manía tuya de anticiparte, a los catorce años ya escribes en la revista Cuba y América, conocida entonces en los medios literarios y políticos por su sagacidad.

Las comidas ofrecidas por tus padres, se volverían en centros de importantes impactos sociales: Enrique José Varona, el filósofo; Juan Gualberto Gómez, mulato de altiva figura descollante en la guerra de independencia; Romañach, el pintor que rompe con sus colores el estilo de la Academia. Raimundo muere en 1923, dejándote por legado su profunda búsqueda de su personalidad fuerte y vigorosa pero, antes, te brinda viajes a Nueva York, donde sentías la plenitud de la liberación familiar.

También a los catorce años, estudias en la Escuela de Arte San Alejandro, con tu hermana favorita, Emma, burlando la vigilancia a que toda buena familia cubana sometía a sus hijos.

Con veintitrés años, montas un taller de confección de muebles de estilo y, a los veintisiete, vendes tu parte del negocio y con tu señora madre partes a París, donde tomas clases en la Escuela de Bellas Artes y en la del Louvre; realizas investigaciones sobre el arte y la religión de Japón y la India.

A los veintinueve, en un ataque de inestabilidad artística, quemas tus cuadros para, cuarenta años después, retomar los pinceles, con las dotes del artista que goza del toque de Oche Melli, donde nace el genio que separa a los escogidos del mediocre.

    Una noche, una de esas noches de insomnio que andaba vagando por Europa, inmóvil en mi cama recorría España, en la montaña, caminos frescos sin turistas y llenos de cantares, a veces en burro, a pie o en un carro cargado de heno y de la criptomemoria brotaron aquellos cantos tantos años olvidados: Si te vas a La Habana yo me voy de cantinera aunque tenga que morir en la descarga primera. Si te vas de soldado a La Habana yo me voy contigo prenda del alma...[4]

Te instalas en París, en un pequeño estudio, cerca del pintor Utrillo, viajas por Italia, España, la Riviera Francesa, y retornas a tu pequeña isla negra que ya sientes parte integral de tu mundo mágico, del misticismo surrealista que te envuelve en tu deambular por las barriadas de Pogolotti y tus excursiones a Trinidad y Matanzas, tan bien llamada Roma de las religiones afrocubanas.

Te reencuentras en París con Teresa de la Parra, fina escritora por los derechos de la mujer en Venezuela, su país de origen, y esa afinidad y recreación del mundo interior, de confesiones secretas, las lleva a mantener una vida intelectual activa, siendo sus amigos del anecdotario literario Pablo Neruda, Francis de Miomandre, Pierre Verger, Alfred Métraux, Roger Bastide, Wifredo Lam, Amelia Peláez, Paul Valéry, Rudyard Kipling, Miguel Ángel Astrurias, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral y, muy especialmente, Federico García Lorca, que te dedica, Lydia, su poema "La casada infiel".

    LA CASADA INFIEL
    A Lydia Cabrera y a su Negrita

      Y que yo me la llevé al río
      creyendo que era mozuela,
      pero tenía marido.
      Fue la noche de Santiago
      y casi por compromiso.
      Se apagaron los faroles
      y se encendieron los grillos.
      En las últimas esquinas
      toqué sus pechos dormidos,
      y se me abrieron de pronto
      como ramos de jacintos.
      El almidón de su enagua
      me sonaba en el oído,
      como una pieza de seda
      rasgada por diez cuchillos.
      Sin luz de plata en sus copas
      los árboles han crecido,
      y un horizonte de perros
      ladra muy lejos del río.
      Pasadas las zarzamoras,
      los juncos y los espinos,
      bajo su mata de pelo
      hice un hoyo sobre el limo.
      Yo me quité la corbata.
      Ella se quitó el vestido.
      Yo el cinturón con revólver.
      Ella sus cuatro corpiños.
      Ni nardos ni caracolas
      tienen el cutis tan fino,
      ni los cristales con luna
      relumbran con ese brillo.
      Sus muslos se me escapaban
      como peces sorprendidos,
      la mitad llenos de lumbre
      la mitad llenos de frío.
      Aquella noche corrí
      el mejor de los caminos,
      montado en potra de nácar
      sin bridas y sin estribos.
      No quiero decir, por hombre,
      las cosas que ella me dijo.
      La luz del entendimiento
      me hace ser muy comedido.
      Sucia de besos y arena,
      yo me la llevé del río.
      Con el aire se batían
      las espadas de los lirios.
      Me porté como quien soy.
      Como un gitano legítimo.
      Le regalé un costurero
      grande de raso pajizo,
      y no quise enamorarme
      porque teniendo marido
      me dijo que era mozuela
      cuando la llevaba al río.4

En 1932 muere Elisa Bilbao, la mujer que te trajo al mundo y sientes la desaparición de un universo de recuerdos en el cariño de su memoria; mientras en París le descubren tuberculosis a Teresa, que la transportaría en el espacio de los sueños a su desaparición física.

Tú, para entretenerla, y mirando las aguas del Sena, descubres lo místico de la narrativa negra y le dedicas, durante su enfermedad, los cuentos de la narración primitiva de tus nanas negras, con la ingenuidad de los ingenuos, y los narras en la forma que te fueron contados cuando niña, y vuela tu imaginación al infinito Oloddumare, chocando con sus soles, lunas y estrellas que vibran desde ya en el firmamento de tu ágil escritura, y a la sombra de espíritus ancestrales nacen tus Cuentos negros de Cuba, dedicados a Teresa, en francés. Más tarde, escribiría Gabriela Mistral:

    "... yo le he tenido a usted, desde que conocí su escritura, un aprecio literario definitivo y vertical. En lo que toca a la persona, creo que la conozco poco todavía. Hay una hoja suya — lo cubano — que no me sé, que me queda un poco como material por masticar".[5]

Y después, en otra carta:

    "Yo quiero que tú salgas por fin con esa traducción de los Cuentos al español. Es una villanía quedarse con ese libro sólo en Francés ¿oyes? El prólogo mío que creo te ofrecí está seguro... No vas a quedarte a lo niña regalona sin publicar más libro que ése, el trabajo aísla del horrible mundo que estamos viviendo y sólo él salva en semejante infierno de humo sin llama, trabaja pues, que otra cosa será muy fea en ti que no tienes cosas feas".[6]

    Es que un bello pasado puede consolarnos de todas las fealdades del presente. Por mi parte, al pasado, que siempre, aun cuando no lo tenía me inspiraba interés, y amor más tarde — en todas partes —, le debo íntimamente los mejores ratos que interrumpen este inmenso bostezo de tedio y vacío que resumen más de 16 años de destierro. [7]

En su exilio consciente en Europa, después de once años, regresas a Tu Isla, en 1938: a sus montes de intrincados verdes, a sus azules multigamáticos, a los ocres de sabor terroso de tu bella isla tostada al sol, isla que te abrirá el horizonte de tu fecunda vida en las raíces mágicas de la negritud y el encanto de los poseedores de los legados de esclavos, los griots de pattakíes y fábulas de nuestra intrincada cultura mestiza.

Conoces a María Teresa de Rojas, mujer de recia personalidad, intérprete también de la historia de las añejadas piedras de antiguas construcciones coloniales, como serían la restauración del Palacio de Pedroso y la joya de la supervivencia colonial: La Iglesia de Santa María del Rosario.

Se mudan a la Quinta de San José y se enfrascan en la remodelación de esta joya del siglo XVIII, con sus paredes de murmullos de viejas familias, sus jardines de yerbas aromáticas y curativas, de flores del multicolor mundo de los sueños. Esta quinta les dará el descanso y la privacidad para sus incursiones en la historia.

Tú, Lydia, buscas en la barriada de Pogolotti sus griots de la colonia, sus vivencias de la antigüedad y los recuerdos de la geografía casi olvidada del África lejana, tierra del arte naïf, de orishas y Mpungus, Nkisi y egguns que se posesionaron con la magia de seres encantados, al encuentro de la tierra de su nueva patria: Cuba.

Y Lydia Cabrera escribió:

    "La conversación con mis amigos de Pogolotti se prolongó hasta tarde aquella vez, en la atmósfera habitual de fantasía que también respiraban aquellos buenos amigos, que como si aún fuésemos niños encantaron tantas horas de nuestras vidas de adultos. Fantasía para nosotros, realidades para quienes lo normal era lo maravilloso"[8]

Traduces Cuaderno del retorno al país natal de Aime Césaire con ilustraciones de Wifredo Lam, y recorres la intrincada madeja de las culturas religiosas ya nuestras, ya afrocubanas, en Matanzas, Trinidad y La Habana y haces de tus informantes un solo y monolítico cuerpo que vibra bajo tus relatos y tus místicos reencuentros bajo el flamboyán de naranjas y amarillos de la Oyá, peligrosa y voluntariosa orisha de las tempestades y los truenos, compañera inseparable del Changó guerrero y triunfal, con sus ejércitos de palmas erguidas al sol penetrante del paisaje cubano. Por algo recibes el nombre de la Domadora de Relámpagos.

Entre 1948 y 1959 nos legaste Porqué; Cuentos negros de Cuba; El Monte — llamado la Biblia de los religiosos y estudiosos del tema —; Refranes de negros viejos; Anagó... y La Sociedad Secreta Abakuá... Te reúnes con los etnólogos Alfred Métraux, Pierre Verger y Roger Bastide, en amplias y variadas tertulias a la orilla de la laguna sagrada de San Joaquín.

Te apasionas, Lydia, te sumerges en la riqueza mística de tu querida Cuba, te consideras Iroko, la inmutable dueña de orishas y hombres y abraza con sus poderosas ramas el cálido cielo de tu mundo interior.

En 1955 eres llamada para montar la Sala Afrocubana en el Museo Nacional, Palacio de Bellas Artes, y es en ese mudo testigo donde nos conocemos, Lydia, eslabones de dos familias unidas décadas atrás, en un mismo nivel social, unidas al arte, en común al arte universal.

Yo, guía del Museo en construcción; tú, personalidad fuerte de facetas variadas, adoquinadas en décadas de sabiduría. Las salas de las religiones preparadas por sus informantes, entre ellos, el sabio Niño Santos Ramírez, fundador de la comparsa El Alacrán, que tanta alegría brindó en los carnavales al pueblo cubano, y también con el gigante de impronta universal, tu concuño, Don Fernando Ortiz, y con las colecciones mezcladas de ellos, presentan con el colorido característico de nuestras profundas raíces místicas, la exposición permanente de nuestra cultura mestiza.

A esta Sala me dediqué hasta que caí presa, en el año 1958.

Tardes múltiples nos reunimos en la Quinta de San José, ¿recuerdas Lydia? Escuchaba atenta tus enseñanzas, siempre sabias, jugando con las luces multicolores, con tus ya famosos perros, entrañables compañeros de atardeceres de colores disolventes, del aroma de tus matas y yerbas milagrosas, el susurro de la fuente, que cantaba al son de su surtidor, dándoles el frescor a tus días y noches apacibles en el tiempo.

Nos fuimos, en visitas de trabajo, a Cárdenas, a casa de Tá Tomás, cuyas espaldas cargaban con gran dignidad sus noventa años, y sus ojos translúcidos, de azules cristalinos, reflejaban el fondo de su inagotable sabiduría. Él me vio en osogbo, él me vaticinó el encuentro con la policía, él me dio la forma de salir airosa. Me protegió con el achagba de Oggún y, con gran solemnidad, me dio la flecha de Ochosi, resguardo de la injusticia. Me acompañaron en el momento de la traición, de los maltratos, alimentando la soberbia del cansancio de la impotencia.

Oggún, hierro y mineral, se fundió en mí, dándome su fortaleza inquebrantable y me acordé de ti, Lydia, y me acordé de Tá Tomás.

    A mí, puedes creerme, estas escapadas del presente, o quizás de la aspereza de un medio que tanto nos deprime, me alegran, me consuelan y siempre me obligan a darle gracias a Dios por haber sido sencillamente feliz, por haber crecido en el pequeño paraíso, ahora nos damos cuenta que de veras fue Cuba.[9]

En 1960 decidiste, junto con María Teresa de Rojas, salir al exilio, dejar la Quinta de San José, tus egguns queridos, los espíritus que viven en sus jardines, en sus paredes, en su realidad objetiva de lo desconocido; cruzas tu querida Yemayá, Ochún ve con tristeza este éxodo acompañante de orishas, el vuelo de Mayimbe que circula en este cielo que se funde en el infinito de nuestra percepción, más con ella y tu sabiduría, con tu imaginación sin límites narrables te acoges a la hospitalidad de nuevas tierras, te rindes al tedio de la lontananza.

En 1962 recibes el reconocimiento de la Bollingen Foundation y en 1964 retomas tu fina intuición de artista plástica, los pinceles y colores cobran vida en tu vida espiritual, pintas tus animales queridos, tus recuerdos empotrados en tu frágil cuerpo nacen las piedras sagradas.

Los otanes de coloridos alegóricos, las formas naïves de tus griots del pasado, pintas miniaturas con tus nerviosos dedos, sensibles dedos, que reflejan todo el universo de tu riqueza. En 1970, después de doce años del silencio profundo de la reflexión, publicas: Otan Iyebiyé, mística carga de las piedras preciosas.

En 1977, el Congreso de la Literatura Afroamericana, celebrado en la Universidad Internacional de la Florida, es dedicado a tu obra. A tus setenta años escribes, en una carrera contra el tiempo, para legarnos libros de incalculable valor para la historia de la joven América, de tu querida Isla de esmeraldas y zafiros, de barro y pocetas, de montañas y ríos, de lagunas y limo.

Lezama Lima dijo:

    "El nombre de Lydia Cabrera está unido para mí a ciertas mágicas asociaciones del Iluminismo. A las comisiones de botánicos franceses clasificando en los jardines bogotanos. A los doce de la piedra cúbica, en los sellos del Cagliostro. A los egiptólogos del período napoleónico, estableciendo las variantes de la clave veintiuna del Tarot. Al Barón de Humboldt, saboreando como filólogo y naturalista, la 'Diomedea glabrata', 'flor de aquellas islas de corales, que sirven para fijar las arenas movibles enredándolas en sus raíces'. En aquella región donde el ceremonial se entrecruza con el misterio..."[1o]

El 19 de septiembre de 1991, a los noventa y dos años y en el silencio de sus Mpungus, Orishas, Nfumbis, con el olor de su mar Caribe y el recuerdo de su Isla querida, se abandona en el sueño de la eternidad nuestra querida Lydia Cabrera.

    Yemayá Mayeleo, agitando su pañuelo azul como el mar que iba a separarnos... para siempre, ¡para siempre![11]



    Referencias

    1. Lydia Cabrera: "Dedicatoria" a Los animales en el folklore y la magia de Cuba. Ediciones Universal, Miami, Florida, 1988.

    2. Lydia Cabrera: Itinerarios del insomnio. Trinidad de Cuba. CR. Peninsular Printing, Inc., Miami, Florida, 1977, p. 3.

    3. Ídem, pp. 4-5.

    4. Federico García Lorca: Lorca por Lorca. Colección Huracán, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1974, pp. 186-187.

    5. Siete cartas de Gabriela Mistral a Lydia Cabrera. Peninsular Printing Inc., Miami, Florida, 1980, p. 19.

    6. Ídem, p. 17.

    7. Lydia Cabrera: Itinerarios del insomnio. Trinidad de Cuba. CR. Peninsular Printing, Inc., Miami, Florida, 1977, p. 2.

    8. Lydia Cabrera: La laguna sagrada de San Joaquín. Fotografías de Josefina Tarafa. Ediciones R, Madrid, 1973, p. 15.

    9. Lydia Cabrera: Itinerarios del insomnio. Trinidad de Cuba. CR. Peninsular Printing, Inc., Miami, Florida, 1977, p. 4.

    10. José Lezama Lima: "El nombre de Lydia Cabrera", Obras completas, tomo II, Aguilar, México, 1977, pp. 529-530.

    11. Lydia Cabrera: La laguna sagrada de San Joaquín. Fotografías de Josefina Tarafa. Ediciones R, Madrid, 1973, p. 105.



    NATALIA BOLÍVAR ARÓSTEGUI
    Etnóloga.
    Se ha dedicado a la investigación de las religiones afrocubanas.



Tomado de: Natalia Bolívar Aróstegui, "Tributo necesario a Lydia Cabrera y sus Egguns", en Revista Catauro, Año 1, No. 1, enero-junio de 2000, pp. 29-35


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