Cuba

Una identità in movimento


La consagración: del son al mozambique

Rogelio Martínez Furé


La aceptación del son y del ritmo del bongó por la clase dominante cubana era un reflejo de los profundos cambios económicos, políticos, sociales y culturales que se iban gestando en el mundo.

La Primera guerra mundial, que había liquidado en forma definitiva los últimos vestigios del siglo XIX y sus concepciones, iniciando la decadencia de la hegemonía europea; el triunfo de la Revolución de Octubre y la implantación de sus ideas económicas y sociales, que traían un elemento decisivo al campo de la política internacional; la revalorización de las artes africanas y su influencia en las plásticas europeas; el impacto de las músicas negras de América en las principales capitales del mundo occidental, fueron elementos que contribuyeron a crear una nueva concepción de los valores culturales del hombre.

En Cuba, estos cambios se reflejaron en la obra monumental de don Fernando Ortiz, que abrió brechas contra los prejuicios y en pro de una aceptación cabal de nuestra realidad cultural, en el afrocubanismo literario y musical, y en los movimientos revolucionarios contra el entreguismo político y la mediocridad intelectual que culminaron con el derrocamiento de la dictadura machadista.

A partir del son, el tambor se entronizó en la música cubana por derecho propio. Las compañías grabadoras extranjeras descubrieron un rico filón en los ritmos afrocubanos, y para satisfacer el gusto por lo exótico de los públicos de Europa y Norteamérica se encargaron de difundirlos, aunque deformados, por todos los rincones del mundo.

En 1936 aparecieron por primera vez los sacros batá fuera de los ilé osha o templos lucumí, en una conferencia ofrecida por don Fernando Ortiz acerca de la música yorubá de Cuba.

En esa ocasión tocaron los famosos tamboreros Pablo Roche – conocido como Okilapka o Brazo Poderoso –, Águedo Morales y Jesús Pérez.

Los instrumentos sagrados asomaban tímidamente ante los ojos profanos para brindarnos su riqueza musical.

Poco después resonaban los batá junto a una orquesta sinfónica dirigida por el maestro Gilberto Valdés, uno de nuestros primeros compositores en explorar el universo sonoro de las músicas litúrgicas negras.

En 1937 reaparecieron las comparsas, no sin provocar grandes polémicas entre sus defensores y quienes se horrorizaban de esa "vuelta a la Colonia".

Las tumbadoras, cencerros, maracas, quijadas y todo el rico arsenal de instrumentos afrocubanos invadieron las orquestas de música popular del mundo. Y al fin, las rumbas y las congas se vistieron de gala e hicieron estremecer los salones de los clubes y sociedades más elegantes.

A partir de la Segunda guerra mundial, que marcó la muerte de los imperios coloniales y la liberación de los pueblos afroasiáticos, cayeron las últimas barreras. El mambo, el cha-cha-chá y otros ritmos afroamericanos se expandieron por todas las latitudes, transformando las concepciones musicales y coreográficas modernas. En todos, el tambor imponía su polirritmia, la sabrosura de sus repiqueteos.

Hoy el mozambique es la consagración definitiva de la percusión en cueros y metales. Nuestro pueblo, libre de taras sociales, en conciencia plena de su realidad histórica y cultural, baila los ritmos sacados "a mano limpia" de los tambores, pues el tambor fue el más perseguido y es el más reverenciado de nuestros instrumentos, pero siempre, el que produjo en lo más recóndito de todos los cubanos un estremecimiento, un refluir violento de sangre por el cuerpo.



Tomado de: ROGELIO MARTÍNEZ FURÉ, Diálogos imaginarios, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1979, pp. 187-190


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