Cuba

Una identità in movimento


El hombre del laberinto

Lázaro David Najarro Pujol


Pedro Guerra Cabrera comienza a escudriñar en su memoria o como el mismo dice a desempolvar su archivo.

Día a día recorre las calles de Playa Bonita, en Santa Cruz del Sur y de camino a la bodega encuentra a muchos de sus amigos de hace 80 años, los mismos con los que compartió su limitada infancia, porque nació adulto. Lo considero un científico del tiempo y de la repetición de su propia experiencia al ser capaz de saber, en cada verano, los días exactos en que los quelonios depositan sus huevos.

La memoria del viejo es muy confiable: retiene fechas y sucesos que cuando se consultan en los textos no son errados a pesar de los 80 años de edad que se reflejan muy poco en su rostro de sangre india.

Es difícil comprender, si no se conoce la voluntad de éste hombre, cómo con su avanzada edad puede navegar en un pequeño chalán por las cayerías en busca de nidadas.

A Pedro Guerra lo llevaron para las cayerías de las Doce Leguas a partir de los siete días de nacido y a los siete años de edad tuvo su primer contratiempo:

Mi padre tenía un viverito para la pesca de cherna y navegamos hacia allá en buscar de la captura del día en un bote de vela. Camino de proa a popa por el borde de la cubierta. Escucho la voz del viejo alertándome.

La botavara de la vela me dio un golpe y me lanzó al mar. Mi padre pensó tirarse al agua, pero recapacitó, porque de hacerlo el barco se alejaría con la posibilidad que nos ahogáramos los dos... Entonces cruzó la vela y el barco dio para atrás. Yo traía un pantalón de bombacho que cogió aire y me mantenía a flote sobre la superficie. Cuando me encontraba cerca de la popa mi padre soltó la vela, corrió para la popa y me extendió los dos brazos. Me aferré a la punta de sus dedos. Él enmendó, me agarró por las muñecas y de un tirón me dejó caer dentro de la cámara del barco. Sentí un fuerte golpe en la cintura.

Mi padre, aún asustado, daba gritos, enloquecido. Pronto reflexionó al verme con los ojos abiertos y algo sorprendido por el incidente. Me abrazó fuertemente y comenzó a llorar. Llorábamos los dos. En ese instante decidió suspender la pesquería, su estado de animo no le permitía levar las nasas. Lo veía pálido. Navegó rumbo al cayo y en sin hablar, penetró en el rancho. Se sentó sobre un viejo sillón y se mantuvo en silencio durante varias horas.

Hijo del hombre del laberintoTranscurrieron muchos meses sin otro incidente, pero al cumplir los diez años de edad, mi papá, el Curro y yo abordamos una chalana y navegábamos entre esteros en busca de sardinas para la carnada. Yo estaba sentado en popa. Me iba comiendo un pedazo de dulce de guayaba, mientras que en la otra mano sujetaba una galleta. Navegábamos muy pegado a los cayos, pero casi en el centro de un canalizo estrecho, un gajo de mangle rojo me dio en la cara y me sacó del bote. La chalana se alejaba de mí. Me hundí en el agua. Después me contaron que cuando salieron del estero el Curro le preguntó a mi papá:

El Curro se lanzó al canalizo y nadó en rumbo a donde se suponía había caído. Se sumergió varias veces y me encontró casi inconsciente en el fondo del canalizo. El hombre me agarró por los pelos y me llevó a la superficie. Pronto estaba encima de la chalana.

No obstante, yo no había soltado de las manos ni el dulce ni la galleta.

Ocurrieron otros momentos en que estuve coqueteando con la muerte. Mi padre se encontraba a la orilla del mar, en el cayo. El viejo construía un botalón para su embarcación, acompañado por un grupo de pescadores. Yo tenía trece años de edad. Abordé un chalán y lo despegaba de la orilla de la cayería. ¡Cosa de muchacho! Me tiraba del chalán, me sumergía para sacar fondo y probar el tiempo que podía estar bajo el agua sin respirar. Dos, tres, cuatro veces repetí aquel juego de la zambullida. Me percato que las corrientes marinas alejaban el chalán cada vez más rápido. Consideré que no podría alcanzarlo y determiné nadar hacia la playa pero el deseo de llegar a tierra primero me desesperó. No tuve en cuenta lo que el viejo reiteraba que procedía de la sabiduría popular: El mejor nadador se ahoga. Observé unas estacas cerca de mí y nadé hacia ellas, pero antes de llegar me hundí. Al tocar fondo me empujé con la punta de los dedos de los pies y salí a flote. Traté de nadar pero estaba cansado. Me hundí nuevamente y salí a la superficie y grité.

No me escuchó y mi cuerpo se hundió en el mar. Saqué fuerzas una vez más y me impulse por tercera ocasión.

Esta vez me escuchó. Sentí que los brazos se me caían y sólo recuerdo que me acosté en el fondo y perdí el conocimiento. Mi padre y las demás personas se lanzaron al agua, entre ellos Julio Tía que fue el primero que llegó y me tomó por los brazos, me llevó a la superficie y nadó hasta donde daba pie. Me llevó a la costa y me puso boca abajo en la arena y me daba masaje. Botaba mucha agua. Escuche el llanto de mi familia. Gritaba mi padre, mi madre, mis hermanos y los vecinos. Estuve casi muerto durante un tiempo que no puedo calcular. Todos pensaron que no podría sobrevivir, pero no cesaron de poner en práctica todos los recursos hasta que respiré y volví en mí. Julio escuchó el latido de mi corazón. Los llantos de toda esa gente me pusieron nervioso.

A partir de ese instante tomé precaución para no poner en peligro mi vida, porque como dice el refrán: La muerte, ni buscarla ni temerla.

Una vez le dije a mi padre que quería aprender, que me dejara ir a la escuela y me respondió que esperara que tuviera más edad. Le agradezco al viejo ser analfabeto. Sin separarme de mi padre estuve a su lado durante cuarenta años.


Lázaro David Najarro Pujol Lázaro David Najarro Pujol, escritor y periodista.
Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte de Camagüey.
Autor de los libros Emboscada y Tiro de Gracia,
ambos publicados por la Editorial Acana de Camagüey.



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