Cuba

Una identità in movimento


Muchachos de los Canarreos

Lázaro David Najarro Pujol


A nuestras espaldas las olas del mar se levantan al chocar violentamente con los arrecifes. Es de madrugada. En el horizonte se divisan centenares de luces sobre la superficie de las aguas marinas. Corresponden a las boyas de los palangres y a pequeñas embarcaciones que se encuentran en labores pesqueras. El frío me penetra por todo el cuerpo.

La ciudad duerme, con la excepción de algunos trabajadores que se dirigen a sus labores.

En La Habana del Este, moderna ciudad construida después del triunfo de la Revolución Cubana, sopla una brisa suave y fresca característica de las costas norteñas en estas horas de la madrugada.

La ancha avenida de dos vías — dividida por una hilera de cocoteros — le imprime a esta área una extraordinaria belleza.

El sol comienza a calentarnos. Se corre la noticia de que nos tienen una sorpresa. Hemos concluido la etapa de preparación teórica. El director de la escuela se acerca. Parece que nos va a dirigir la palabra.

    — ¡Compañeros! ¡Compañeros! Muchachos: el Departamento de Capacitación del Instituto Nacional de la Pesca nos orientó seleccionar a los alumnos con mejores resultados docentes para iniciar las prácticas de marinería en Cayo largo del Sur. Allí van a superarse. Con ustedes también viajarán los profesores de las asignaturas técnicas.

Muchos de nosotros no conocemos de cerca las riquezas y los secretos del mar, aunque nos criamos en la costa. Por eso La noticia penetró con satisfacción en cada uno de los 42 corazones.

    — ¡Caballero recojan que nos vamos!

La voz recorre las ocho plantas como un rayo de luz.

    — Recojan que nos vamos!


La salida

El ómnibus que nos conducirá hasta Batabanó espera por nosotros. En la recepción del edificio 54 se destaca la foto de Carlos Adán Valdés y un almanaque con un buque pesquero donde se marca el día nueve de octubre de 1968.

Las amistades que habíamos hecho en La Habana del Este ahora están alrededor del ómnibus para darnos la despedida. Nos intercambiamos algunos objetos como muestra de cariño.

Partimos hacia Batabanó...

En Batabanó nos enrolamos en dos embarcaciones. Pronto trazaremos rumbo hacia Cayo Largo del Sur. El Patao se nombra nuestro barco. Soltamos las amarras y poco a poco alcanzamos al otro barco que ha salido unos minutos antes que el nuestro. Ya entrada la madrugada lo perdemos de vista por la neblina.

Por doquier se pueden observar, con la ayuda de los relámpagos o los potentes reflectores, los puntos oscuros en el horizonte. Son las cayerías. De vez en cuando aparecen las balizas que guían nuestro paso. El casco del Patao, pintado de gris y blanco, se desliza por las tranquilas aguas del Golfo de Batabanó. Nuestra embarcación se levanta suavemente para después caer y provocarnos una sensación de mareo.

En popa, algunos tripulantes conversan sobre las fiestas que se desarrollarán en el puerto y en laS que quizás no puedan participar. Me llama la atención lo que expresa unos de los tripulantes

    — Bueno, si no podemos disfrutar de las fiestas de Batabanó pues iremos al Festival de la Toronja en la Isla de Pinos.

Ni fiesta ni festivales nos hacen desviar de nuestro propósito: llegar a Cayo Largo del Sur. Poco a poco la tripulación fue a los camarotes y sólo queda en las cubiertas del barco, el timonel de guardia.

Una suave brisa comienza a soplar del norte, no se observa otra embarcación en el mar abierto.

Se efectúa el cambio de guardia en el timón y el marinero saliente se retira para su camarote con la seguridad de no ser molestado hasta la salida del sol. Los huesos los tengo adolorados y calados por el frío de la madrugada. Aún no he dormido y ya el cansancio se apodera de mí.

    — Caballeros! ¡Miguelón ha caído al agua! — se escucha una voz.

    — ¿Estás seguro de lo que dices? — se cerciora el patrón del barco.

    — Sí, Miguelón estaba acostado aquí encima de esos sacos, al lado mío y sentí cuando cayó al agua.

    — ¡Utilicen los reflectores! ¡Continúen girando en la misma trayectoria! ¡Preparen los salvavidas!— indica el patrón.

Pronto el reflector alumbra una palizada.

    — ¡Ahí está! ¡Miren! — señala un alumno.

Falsa alarma. Es solo una boya.

    — Hay que pasar un mensaje al otro barco y a puerto, pero antes volvamos a buscar — ordena el patrón.

Todo es inútil, parece que en ese rumbo no daremos con Miguelón. En los camarotes no queda nadie.

    — ¡A babor se ve algo moviéndose!

La voz de alarma viene del timonel. El Patao comienza a girar. El patrón toma el timón y detiene la máquina.

    — ¡Caballeros! ¡Caballeros! ¡Aquí, aquí estoy!

    — Sí, allí está. ¡Aguanta! ¡Aguanta! ¡Allí está!

El reflector se dirige al lugar de donde viene la voz cansada. Ahí está Miguelón luchando contra las olas y nadando desesperadamente. Lanzan salvavidas al mar y pronto Miguelón está en cubierta rescatado de las profundas aguas del Golfo de Batabanó en esta oscura madrugada.


Cayo Largo del Sur

Amanece y con el amanecer, aparecen los primeros rayos del sol. Subo al puente de mando por las escalerillas humedecidas. Todos los camarotes están ocupados por la tripulación. Después que Miguelón cayó al agua no pude dormir. El marinero de guardia está firme en el timón.

    — ¿Que van a hacer en Cayo Largo?

    — Vamos a realizar prácticas de marinería.

    — ¿Prácticas de marinería? ¿Y qué edad tú tienes, muchacho?

    — En diciembre cumplo quince años.

    — ¿Tú no eres de aquí de La Habana ¿verdad?

    — No, no, yo soy de Santa Cruz del Sur, allá en Camagüey.

    — Te doy un voto de confianza. Toma el timón y sigue ese mismo rumbo. Guíate por aquellos cayos.

El marinero me habla de su vida en el mar.

    — Yo me crié en la mar. Esto representa mi propia vida. Aquí en mi barco paso la mayor parte del tiempo.

Para disgusto mío al poco rato, el marinero toma nuevamente el timón y cambia de rumbo. Navegamos ahora un poco más al este.

    — Muchacho, las profundidades del mar alrededor de estas cayerías tienen desde media braza hasta unas trece o más. Las corrientes del Mar Caribe, en los laberintos, han formado canalizos blancos. Sus fondos se ven con facilidad desde cualquier embarcación, porque toda el agua de los Canarreos es así: transparente.

Durante toda la mañana nos siguen el rumbo los delfines. Es temprano. El timonel señala hacia el horizonte un punto oscuro y poco visible por la distancia que nos separa de él.

    — ¿Puedes ver aquel cayo?

    — Sí.

    — Pues hacia él nos dirigimos. Dentro de dos horas estaremos en Cayo Largo.

Cayo Largo del Sur ya se observa con mayor facilidad. A lo lejos se divisa una inmensa torre. No es tarea fácil navegar por estos canalizos. Iniciamos la maniobra de ataque. Es cerca de la una de la tarde. Para casi todos nosotros este es el primer viaje a través de estos mares. El canalizo parece que se pierde en el horizonte. Algunas ramas de mangle rojo son arrastradas de sur a norte. La máquina del Cárdena ronronea fuertemente. El timonel pone la marcha atrás y la banda de estribor topa en el muelle de madera y troncos de yuraguana.

    — ¡¿Pero qué es esto!?

Cayo Largo del Sur es la zona más hermosa de los Canarreos y de todos los cayos e islotes del norte y sur de Cuba. Tiene 38 kilómetro cuadrados y 27 de largo, de los cuales 25 son de playas. El compás del Patao ubica a Cayo Largo a veintiún grados y 40 minutos de latitud oeste. Las edificaciones aquí tienen una identidad muy específica y diferentes a las del resto de nuestro país, aunque es una muestra de arquitectura cubana.

Al cayo arriba una embarcación. Faltan tres tripulantes. Todos queremos ir aunque desconocemos las reglas y los peligros que nos esperan. Se decide en reunión que Gusberto Alvarez, Orlando Cruz y yo seremos los nuevos tripulantes del barco bonitero 79, construido curiosamente en mi pueblo natal ¡Santa Cruz del Sur!. Preparamos las condiciones y pronto formamos parte de la tripulación.

Un atardecer soltamos las amarras y despegamos del muelle trazando rumbo hacia Isla de Pinos, situada a 62 millas del Cayo Largo del Sur. Conversando con el patrón del barco me entero que fue compañero de mi padre allá en La Coloma.

    — ¿Así que tú eres hijo de Manuel? ¡Alabado sea Dios! ¡Mira que encontrarme con este muchacho aquí... ! ¿Y qué estudias, a ver?

    — Por el momento marinería...

    — ¡Ah, esa es buena muchacho! Alguien tiene que hacerse cargo del trabajo porque ya nosotros estamos viejos. ¿Así que quieres ser marinero? ¡Ah, el trabajo es duro! Claro que ustedes serán marineros leídos y escribidos... Si tú supieras lo que nos costaba a nosotros poder ir a la escuela ¡Morirse de hambre! Además en aquellos tiempos para pescar no era necesario saber leer ni escribir. Ahora por lo menos pongo mi nombre y dos apellidos y leo las cartas de navegación. Bueno eso de las cartas no sé si las sé leer o de tanto utilizarlas ya me las conozco como la palma de mi mano.

    — Pero ustedes son muy importantes, sin ustedes nosotros no podríamos ser marineros.

Un trueno seguido de la luz de un relámpago interrumpe la conversación.

En el caramanchel de popa está el reloj. Marca las tres de la madrugada. Gracias a la luz dejada por los relámpagos observamos las montañas de Isla de Pinos[1]. Hay mucha niebla y con algunas dificultades entramos al río Las Casas, en Nueva Gerona. Un guarda fronteras nos indica con una linterna para que lancemos el cabo. El combatiente realiza la inspección. Nos despedimos de él y continuamos río abajo.

A estribor se encuentran unas vallas que reflejan en letras grandes y legibles: BIENVENIDOS A MI ISLA, TU ISLA, LA ISLA DE LA JUVENTUD. El patrón piensa en alta voz.

    — Eso sólo es una consigna. Esto nunca será una isla joven.

Fausto, el cocinero, entre sueños, responde al patrón:

    — ¿Quién sabe?

Se tapa nuevamente con la sábana y todo queda como en un sueño.


Entre la vida y la muerte

La noche está sobre nosotros. Terminamos temprano de matar nuestra carga.

El Galleguito sintoniza la radio para escuchar Nocturno[2]. A las doce de la noche nadie queda en la cubierta.

Amanece. Todo está listo para zarpar. Para capturar la manjúa navegamos rumbo al Este. Dicha especie No está muy abundante en la zona. Decidimos cambiar el rumbo. El tiempo está un poco malo. Fausto el cocinero, prepara el almuerzo y a la vez me explica:

    — La pesca de la manjúa es lo fundamental pa’ la captura del bonito. Si no coges manjúa no agarras bonito.

La tripulación se lanza en busca de la manjúa. Una hora más tarde regresa el patrón para recoger la jaula y el chapingorro. Me invita a participar en la pesquería. Pegados a la cayerías calamos el chinchorro y acoplamos la jaula. Comenzamos a acopiar. Pronto toda la especie está en la jaula y el barco se aproxima.

Una brisa fuerte sopla del sudoeste. Es casi media mañana. La brújula marca los 180 grados. Salimos de La Pasa del Vapor rumbo al golfo. Las aguas enfurecidas se precipitan sobre la cubierta. El patrón se dirige a mí.

    — Oye, becado, córrete hacia el caramanchel. Puedes caer al agua.

Navegamos con marejadas fuertes en proa. Camino tambaleándome con los pies descalzos sobre la cubierta. Un vacío encuentro en mis pies. Ni el mayor esfuerzo físico puede compararse con los efectos de un mareo en alta mar. Logro llegar a mi camarote y quedo profundamente dormido.

La captura de hoy no ha sido muy buena. En espera de la comida la tripulación aprovecha el tiempo libre con un buen partido de dominó. Aún mantengo los efectos del mareo. Me siento como si estuviera entre la vida y la muerte. Benito, el patrón, trata de darme optimismo.

    — No te preocupes, muchacho, en una o dos semanas ya te adaptarás, pero tienes que alimentarte, aunque eches las tripas después. Parece mentira que te vuelvas atrás.

    — No te preocupes Benito, hasta que no cumpla no regreso al cayo. Además es mejor ahora que después de graduado. ¡No!

    — Claro muchacho. Yo confié en ti.

Los vómitos disminuyen. La cabeza deja de dolerme. Vamos una vez más para el golfo. Estamos en el veril y las aguas toman un color azul fuerte. A lo lejos se divisan las gaviotas.

    — ¡Benito, Benito! ¡A sotavento la mancha! — indica uno de los tripulantes.

La mancha está a nuestra espalda. El Galleguito engoa la mancha. El movimiento es algo peligroso. El patrón realiza constantes giros. Está inquieto.

    — ¡El peje está picando y hay que aprovechar la abundancia! — dice el patrón.

Mientras tanto yo guío el barco.

    — ¡Oye, becado aprende, que te necesito como engoador!

    — Cuando quieras, Benito.

Neno, un aprendiz de unos doce años de edad y que forma parte de la tripulación, ocupa mi puesto. El galleguito toma una vara. El mar esta picado. Las olas sobrepasan la cubierta y las aguas salen por los imbornales.

La operación de los hombres es precisa, segura y rápida a pesar de las violentas sacudidas de la embarcación.

Por la popa del barco nos acompaña una mancha de tiburones que de vez en vez atrapa a los bonitos ya capturados. Ahora soy el engoador. Cuando me pego a la banda a echar la manjúa tengo casi todo el cuerpo fuera de la cubierta. Quedo en el aire. Un bandazo del barco me hace perder el equilibrio. Lucho por agarrarme del puntal de la caseta, pero no lo logro. Me golpeo fuertemente el fémur izquierdo y con las astillas de la madera me rasgo el muslo. Una herida. El agua se torna roja. Estoy en el mar violento. Me agarro del neumático que se utiliza de defensa y luego me aferro al puntal. A unos metros de mí, tres tiburones. No tengo casi fuerzas para subir a cubierta.

    — ¡Muchacho! ¡Agárrate bien!

El patrón muy pálido, tira la vara y agarra un puñal. Troza varios bonitos y los lanza al mar. La mancha de tiburones se precipita sobre ellos. Dos de los tripulantes me agarran por los brazos y me ayudan a subir. Todo ocurre en unos segundos.

Nos sorprende la noche. A pesar del contratiempo logramos una buena pesquería. La cubierta está ensangrentada y llena de bonitos que contorsionan en sus últimas agonías.

Hemos concluido una campaña. Nos trasladamos al Combinado Pesquero de Cayo Largo del Sur[3]. Ya de los mareos NO me acuerdo. Benito me pone las manos sobre los hombros:

    — Yo sabía que tú NO me ibas a defraudar. Te considero ya un marinero.



    Notas

      1. A partir de 1978, en el contexto del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, fue proclamada como Isla de la Juventud

      2. Programa radial de gran audiencia de la emisora cubana Radio Progreso.

      3. Actualmente radica en Cayo Largo del Sur un importante centro turístico.



Lázaro David Najarro Pujol Lázaro David Najarro Pujol, escritor y periodista.
Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte de Camagüey.
Autor de los libros Emboscada y Tiro de Gracia,
ambos publicados por la Editorial Acana de Camagüey.
Editor del Sitio Web: http://camaguebax.awardspace.com/


Camaguebax. La página del escritor y periodista Lázaro David Najarro Pujol


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