Cuba

Una identità in movimento


Otras voces se entremezclan

Natalia Bolívar Aróstegui Valentina Porras Potts


Entre los colonizadores españoles, los ocupantes ingleses y los emigrantes franceses hubo diferencias destinadas a tener consecuencias a largo alcance. Los terceros, unos 30.000 francohaitianos, escapados precipitadamente de la oleada revolucionaria que agitaba la isla, en poco tiempo poblaron parte de la región oriental de Cuba con ingenios, algodonales y cafetales. Allí mezclaron lengua y prácticas sociales y religiosas dentro del ámbito local para inaugurar una zona de intercambio cultural francohaitiano todavía por estudiar. Los segundos, de comparativamente efimera estancia, si bien marcaron el ámbito económico durante el año que duró su dominación, se limitaron — en lo religioso — a dejarnos algunos elementos del protestanismo que no se fortalecerían — también relativamente — sino en la etapa de la república neocolonial. Los primeros, sin embargo, cuya implantación constituyó, junto con la africana, la otra fuente mayor entre los componentes de la nacionalidad cubana, afrontaron tanto la evangelización de sus esclavos como las prácticas religiosas de éstos de manera consecuente con sus intereses económicos, políticos y sociales.

La preocupación entre los terratenientes esclavistas por mantener la idiosincrasia de las distintas tribus estaba dirigida a preservar las diferencias, oposiciones y hasta rivalidades con el objetivo de obstaculizar su posible unidad en la lucha contra los dueños. El adoctrinamiento religioso a que eran sometidos los esclavos se correspondía, por otra parte, con la necesidad de los amos de darles una lingua franca, el español, y una religión, la católica, que vinculara a los esclavos no entre si sino a sus poseedores. Y aunque para finales del siglo XVIII los hacendados azucareros habían abandonado en sus dotaciones la práctica religiosa cotidiana, que robaba no pocas horas semanales a la producción, se mantenían aquellas ceremonias que servían de mínimo disfraz moral a los amos y que también podían ser un freno a la rebeldía negra.

Ese relajamiento ofreció un inapreciable espacio a los esclavos que aprovecharon lo permisivo de la actitud de sus amos, ignorantes de que sus fiestas, su música y sus diversiones eran las formas tradicionales de convocar a las deidades ancestrales y que, en realidad, lo que celebraban era una elaborada liturgia religiosa. (De haberlo sabido quizás no habrían sido tan complacientes).

Se resistieron así a la opresión del blanco empeñado en arrancarlos de sus culturas nativas para imponerles la suya. Sobre todo en las poblaciones — más que en los campos — donde de noche podían volver a encontrarse y tomar sus comunidades primitivas; sus, rebeldías fueron sin dudas el testimonio de una voluntad de escapar, primeramente, de la explotación económica de la que eran objeto por un régimen de trabajo odioso, y de su lucha contra la dominación de una cultura que les era extraña. No es, pues, asombroso que encontremos en nuestra América civilizaciones africanas, o al menos, trozos enteros de esas civilizaciones.





Tomado de: NATALIA BOLÍVAR ARÓSTEGUI y VALENTINA PORRAS POTTS, Orisha Ayé. Unidad mítica del Caribe al Brasil, Guadalajara, Ediciones Pontón, 1996, pp. 11-12.

Orisha Ayé. Unidad mítica del Caribe al Brasil, Guadalajara, Ediciones Pontón, 1996


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