Cuba

Una identità in movimento


El camino de la reciprocidad (Parte II)

Lázara Menéndez Vázquez


Las barreras del rechazo nacieron conjuntamente con las de la aceptación; por tanto, la acción del tiempo, la realidad y el hombre han ido minando conductas de impugnación, exclusión y renuncia. Es cierto que las relaciones interpersonales en el ámbito de la vida cotidiana, preferentemente en la instancia del barrio, han socavado y transgredido las fronteras impuestas por los prejuicios. Aunque de modo oculto, mucho de ello se debió en el pasado a la acción de los líderes informales de las barriadas y a las normas sociales refrendadas por los microcolectivos; pero también es cierto, como dice Amalia Signorelli, que

    "... la hegemonía no se obtiene como premio a la virtud o a la astucia sino como consecuencia de las relaciones políticas, es decir, de las relaciones de fuerza tal como se estructuran en condiciones históricas determinadas", aun cuando "... el conocimiento de las relaciones de fuerza entre grupos y clases no ofrece en una bandeja la clave de sus relaciones simbólicas y del contenido de sus culturas o de sus ideologías".

La eliminación de las clases sociales y las transformaciones que en el orden económico, político y social introduce la Revolución, y como parte de estas la homologación de las creencias religiosas y el reconocimiento del valor artístico de los elementos contenidos en la práctica santera, han sido factores de cambio que han funcionado como ámbitos inmediatos de referencia en el desempeño de la santería en Cuba durante los últimos cuarenta años.

"Después del 59 aquí todo cambió, la Revolución lo puso todo patas arriba. Ahora hasta los santos se hacen de modo diferente a cuando yo me inicié en 1957. Mira, muchacha, por cuanto antes dejarte salir del trono antes de los siete días; ni permitirte andar por la calle a deshoras, ni ir a cabarés, ni montar bicicleta; las mujeres, cuando estaban de yabo, no podían usar pantalones sino sayas, y medias blancas largas de nylon".

La incidencia de ellos en individuos que se reconocen como santeros, pero que no se identifican con una institución que asuma su representación, hace muy difícil establecer generalizaciones. Las necesidades del desarrollo político, económico, social y cultural han hecho que en Cuba el ambiente sociocultural sea bastante homogéneo o poco diversificado. La naturaleza socialista del sistema de gobierno, las medidas tomadas después de 1959 para eliminar las diferencias entre la ciudad y el campo, el énfasis en la consolidación ideológica de la población, la erradicación del analfabetismo, la enseñanza obligatoria hasta noveno grado — con planes centralmente concebidos y aplicados por igual a escala nacional —, más la situación económica del país, tendieron a diluir diferencias y a homologar las posibilidades que el individuo tenía para insertarse en la sociedad, alcanzar determinados niveles educativos, obtener información, establecer vínculos con contextos vivenciales diferentes al suyo, entre otros factores.

Las transformaciones que en el orden político, económico y social se introdujeron, paulatinamente, con el triunfo de la Revolución, tendieron no solo a borrar diferencias económicas con la erradicación de las clases sociales, sino que favoreció cierta homogeneización de la sociedad y hasta de la cultura, en virtud de la concepción de un justo y democrático principio de igualdad que, por razones que escapan del marco de nuestro estudio pero que han sido evaluadas por la dirección del Estado, se aplicó en la forma de un igualitarismo que no aceptaba matices, para no decir diferencias.

¿Puede sobrevivir un hecho cultural — la santería — nacido y desarrollado en una sociedad dividida en clases — la Cuba colonial y republicana, cuyas categorías operacionales fueron explotación económica y marginación social — en otra que se sustenta en principios teóricos opuestos, una vez que se han producido cambios que modifican esencialmente la vieja estructura y muchas de las concepciones socioeconómicas hegemónicas de la sociedad que le dio origen y en la que vivieron? En el nivel empírico del conocimiento, se evidencia una respuesta afirmativa. Las religiones, cualesquiera que sean la forma y estructura que hayan alcanzado, han sobrevivido a los cambios que, en todos los órdenes, se han producido en Cuba después del triunfo de la Revolución. El sentimiento religioso no desapareció de la población. Las investigaciones actuales han demostrado que el pueblo cubano es creyente, aunque en muchos casos no se reconoce mayoritariamente adscrito a un credo específico.

    "... existen elementos de religiosidad en la conciencia de la mayoría de la población cubana a modo de convicción o de duda, tanto en un alto nivel de elaboración como, mayoritariamente, en una estructura intermedia y también baja de la idea de lo sobrenatural. Estos dos niveles determinan las características de la religiosidad predominante, la más extendida, que pudiera denominarse religiosidad popular, y que resulta más bien espontánea, sistemática, relativamente independiente de expresiones organizadas".

Los cambios no fueron suficientes para hacer tabla rasa con los patrones culturales que detentaba la población, y las medidas no fueron suficientes para eliminar códigos culturales, expectativas de futuro y paradigmas de imagen social, tales como: a quién nos queremos parecer, o como quién queremos ser. En la configuración de los arquetipos referenciales de conducta también intervienen los religiosos; así no resulta infrecuente oír que "él es muy parecido a Changó", "ella se cree la misma Ochún, a cuerpo completo y a todo color" o "montó a Yemayá con puyas".

La declaración de pertenencia a un tipo de religión va acompañada de una especie de coletilla que evidencia la individualidad del sujeto frente a algo que parece ser un arquetipo. Este recoge lo que se considera tipificador del comportamiento general, colectivo, mayoritario, no aceptado como propio y descalificado de acuerdo con los presupuestos personales que detente el individuo. De ahí que se enfatice la peculiaridad del sujeto en expresiones como: "yo soy un católico a mi manera", "yo soy un santero muy especial", "yo soy un espiritista diferente".

A lo anterior ha contribuido la pronunciada laicidad de la población cubana y las constantes relecturas y reinterpretaciones de las nuevas realidades que se iban viviendo, las cuales arrastraban informaciones, modos de ver, concebir y vivir el mundo, procedentes de los códigos aprehendidos, reelaborados y reproducidos de que disponía la población, de acuerdo no solo con la posición que ocupara en la sociedad en la que había vivido, sino con las representaciones que se hacía de la misma. Por ejemplo:

"Al triunfo de la Revolución, a uno le pareció que era un ciclón lo que se le venía encima. Todo en la calle estaba alborotado. Y figúrese: la bandera del 26 de Julio era de los colores de Eleguá; y todo el mundo pensó (yo entre ellos): esto es diferente. Los rebeldes le habían ganado a Batista el día de Odua, el primero de enero (dicen los viejos que la letra de ese año fue candela); los barbudos bajaron de la Sierra con collares puestos. ¿Usted no se acuerda? Ellos decían que eran de Santa Juana; qué más da de quién fueran, lo importante era que estaban protegidos. Hasta a Fidel se le posó una paloma blanca en el hombro; eso nunca había pasado con ningún político. Usted sabe lo que significa para nosotros los santeros ese animalito. Es la mensajera de Olofi, lo más grande. Claro, después las cosas cambiaron [...]".

Paralelamente a esta interpretación de la realidad, a esta manera de entender la Revolución se desarrolló otra, durante años privilegiada, que se sostuvo sobre los andamios de que la religión es el "opio de los pueblos". Si se construía una nueva realidad económica, si se generaba un nuevo sistema de apropiación y distribución de los bienes materiales, era posible también la creación de una nueva conciencia liberada de los "erróneos presupuestos" que introduce en la conciencia del individuo el pensamiento religioso.

"Cuando me fui a África, llevaba la idea de que la religión era un atraso y que era necesario ayudar a todos los religiosos a superar esa rémora. Después me di cuenta que las cosas no eran así, pero yo respondía a una formación muy esquemática".

La convicción honesta no daña, pero el raquitismo intelectual, acompañado de interpretaciones reduccionistas de la realidad y de los discursos, perturba el acontecer individual y social. Este mal, del que lamentablemente la humanidad no está salvada, sirvió para que se sacaran de contexto determinadas afirmaciones, y los contenidos de las mismas se aplicaran a realidades relativamente afines pero no idénticas. Por ejemplo, una comprensión limitada y descontextualizada del siguiente texto de Blas Roca, publicado en un contexto muy específico, sirvió, popularmente, para refrendar la convicción de la debilidad de todas las religiones y de las personas involucradas en estas:

    "Yo estaría formado a la antigua, pero hace muchos años se publicó un artículo de Blas Roca que a mí me iluminó. Yo me lo leí y todo me quedó claro: había que acabar con las religiones que siguen siendo el opio de los pueblos. Yo te lo voy a prestar, pues todavía conservo la revista".

La recepción de estas reflexiones, publicadas en Cuba Socialista, no fue fluida ni matizada.

Primero: todas las sectas y religiones propagan la superstición, la falsa creencia de que un Dios o un ser sobrenatural, fuera de este mundo, decide el destino de los hombres, de la sociedad, de la humanidad; que ese Dios ha determinado que la sociedad se divida en ricos y pobres, explotados y explotadores, pues él es el creador, el autor o constructor de todo lo existente, el gobernador supremo que envía castigos particulares y colectivos contra el hombre y distribuye premios entre los que le sirven, premios que se dan a los pobres particularmente después que mueren.

Segundo: todas las religiones y sectas predican la resignación ante los males e injusticias de este mundo, para alcanzar la bienaventuranza en el otro. Más y más las religiones y sectas, con sus chácharas sobre la no violencia, desarman moralmente a los oprimidos, aplastan su espíritu revolucionario, mientras justifican la violencia de los opresores con el argumento de la aplicación de la ley, de la defensa del Estado, del orden, de la tranquilidad, de la patria, la familia y la religión.

Tercero: todas brindan consuelo a las tribulaciones humanas, nacidas en lo fundamental del régimen de explotación y la opresión de una parte de la sociedad por otra. Consolar al explotado, al oprimido, es reconciliarlo con la explotación y la opresión que sufre. Pero, como se sabe, ellos no necesitan consuelo, sino conciencia de su situación y de las condiciones de su liberación.

Cuarto: todas — o casi todas — proclaman la caridad como alivio de la miseria, en lugar de la revolución social para acabar con ella, mediante la destrucción de la causa que hoy la origina: la explotación del hombre por el hombre. La religión predica: el que tiene, el que es rico, el que es poderoso, debe dar limosna al desvalido, al pobre, al miserable, al mendigo, que ha llegado a ese estado por la explotación que permite a esos poderosos tener los bienes y riquezas de las que usan y abusan. La revolución, en cambio, predica: echemos abajo, mediante la lucha, al régimen mismo de explotación y opresión para que no haya ni desvalidos ni miserables.

Quinto: todas proclaman la incapacidad del hombre y de la ciencia para resolver los problemas económico-sociales que confronta, para descubrir los secretos de la naturaleza, para conocer, dominar y usar en su beneficio las leyes que rigen la vida de la sociedad y de la naturaleza, para elevar su vida, hacerla más humana y ganar — cada nuevo día, gracias al esfuerzo y al trabajo — una suma mayor de libertad, de bienestar y de felicidad general. En lugar de la confianza en el hombre y en la ciencia, las religiones y las sectas propagan la posternación ante el poder sobrenatural de los dioses, la aceptación de los males como manifestación de sus designios inescrutables, la espera de los milagros y de las soluciones venidas del cielo, la curación por medio de rezos, invocaciones y promesas.

El hecho de que muchas personas abandonaran espontáneamente sus creencias religiosas, se separaran de sus orichas, de sus ngangas, o fueran inducidas a ello por la forma en que se insertaron en la nueva realidad que promovía la Revolución, se asumió como una forma de saneamiento de la conciencia. Aquella postura quedó testimoniada en obras de teatro como Santa Camila de la Habana Vieja (1968), en historias de caso como Estudio de un babalao (1975) y en la novela Cuando la sangre se parece al fuego (1977).

Las medidas revolucionarias benefician directamente a Gabriel Pasos en cuanto a que van siendo eliminadas gradualmente las crisis económicas del país: el desempleo, la miseria, la insalubridad y la incultura. Va quedando atrás la inseguridad del mañana, el miedo a quedar sin trabajo, el desahucio.

La labor educativa y política de la revolución lo hacen sentirse un explotador de la credulidad de los creyentes; siente una contradicción entre su actitud y el proceso revolucionario que ha abolido todo tipo de explotación.

Dice Pedro Deschamps Chapeaux de "la abuela" del personaje de Cristino Mora creado por Manuel Cofiño:

    "Ella es todo un símbolo hasta el instante en que por la vía del suicidio, se aparta del mundo en que había vivido su acción puede considerarse como un desengaño o una rebeldía contra las viejas deidades, impotentes para salvarle la vida a Aimé, la de la piel "color de tinaja", castigar al asesino de su hijo o alejar de las garras de los esbirros de Batista, a Roli".

De ahí la destrucción de todo aquello que había regido su vida marginal.

"Los santos destrozados, la pata siempre con su lazo azul, decapitada; el majá inquilino mimado de una tinaja pintada de azul, trucidado; el bastón, su sostén para andar por los caminos como Elegguá, partido en pedazos. Su muerte es la muerte del mito. Si todo ello no significa una ruptura con su religión ¿qué es entonces?".

A partir de 1961, con altas y bajas, con más o menos crisis, comprensiones o incomprensiones, las relaciones entre el Estado, las Iglesias y la práctica religiosa, en general, fueron tensas, aunque se manifestaron de manera diferente en dependencia de los sistemas religiosos. La santería, como otros sistemas de creencias, era un signo de diferenciación que establecía, entre otras, la polaridad ateo-no ateo, aun cuando se reconociera como cubana.

Con el decursar de los años y la consolidación desde las esferas del poder de la política del ateísmo científico en el ámbito de las relaciones interpersonales, a nivel de base se pudo observar agresividad contra los creyentes, lo que contribuyó al enmascaramiento de la creencia y no a su eliminación, como anunciamos con anterioridad. No puedo asegurar que la famosa expresión de "o no llegamos o nos pasamos" sea un signo de nuestra cultura, pero en este caso podemos comprobar que, por una parte, los involucrados en la ejecución de aquella política no llegaron a la médula del problema, porque en el caso particular de la regla de Ocha-Ifá, además de una peculiar relación con lo sagrado, la santería proporciona canales muy diversificados para relacionarse armónicamente con un medio hostil. Por otra parte, se pasaron al hacer que los religiosos se sintieran reprimidos, perseguidos y atacados en su intimidad, aunque esto no excluyó, desde luego, que se sintieran beneficiarios de la Revolución no solo en el orden material, sino en el espiritual y humano.

"Cuando yo era chiquita, en mi casa mi mamá nos llevaba a mis hermanos y a mí al campo. Yo tumbé mucha caña, hija. Después vine pa' La Habana y trabajé en muchas casas, de criada, que era lo único que decentemente podían hacer las negras que como yo tenían poca instrucción. Así fui dando tumbos hasta que llegó la Revolución y me fui pa' la agricultura a trabajar. Antes tú te las arreglabas como podías; ahora está la Seguridad Social, la Federación que te consigue trabajo y te apoya... Yo no soy una esclava sino una mujer que trabaja".

La asunción global del universo santero se vio limitado por la manera en que la santería y sus practicantes fueron integrados-desintegrados al proyecto cultural diseñado por el Estado a partir de 1961. El proyecto sociocultural sostenido por el Estado, hasta el llamamiento al Cuarto Congreso del Partido Comunista de Cuba, excluyó explícitamente a la población religiosa, en general, de las filas de las organizaciones políticas. En los hechos, el religioso fue marginado del proyecto en su casi totalidad; las posibilidades de ascenso social se vieron limitadas por su vinculación a cualquier credo religioso. Durante la investigación del barrio de Cayo Hueso, se repetían constantemente testimonios como este:

    "Yo no entiendo por qué razón a los que tenemos creencias no nos quieren dar casas en los edificios nuevos que se van a construir. Yo hago lo mismo que los que se dicen ateos. Hago las guardias del Comité, pago la Federación, voy al trabajo voluntario, compré bonos del 26 de Julio para que esta Revolución triunfara. Cuando me la jugué comprando bonos nadie me preguntó en qué yo creía; a nadie le importó si yo era católica, testigo de Jehová, santera o espiritista; y ahora resulta ser que, como creo en Dios, en mis muertos y en todos los buenos espíritus que nos asisten y en los santos que nos protegen y nos amparan de lo que nosotros no podemos librarnos, no tenemos derecho a tener casa".

No se pretendió reprimir deseos, aspiraciones y sueños que se consideraban básicos en la población obrera, pero se creía en la necesidad de un sujeto dotado de una sensibilidad diferente, nada dado a la navegación en dos mundos, muy racionalizado y pragmático y con pocas posibilidades de descubrir elefantes en las nubes:

    "... por los años sesenta mi nieta estaba chiquita, y yo, vieja al fin, tenía la costumbre de hacerle cuentecitos a los niños de mi casa. Pues, un día una señora del barrio me dijo que por qué yo le contaba esos embustes a mis nietos, que eso les llenaba la cabeza de pájaros. Y yo le dije: es preferible que tengan pájaros y no excremento".

En un contexto en el que algunos intentaron cercenar la imaginación, no era posible asumir la religión más que como un factor desestructurador de la conciencia individual y colectiva; con ello se favorecía una castración de la identidad del sentido de pertenencia.

El paradigma de orden que se proponía, situaba al sujeto ante la necesidad de alcanzar su perfección en el universo de la ciencia, entendida como la única forma de conocimiento capaz de penetrar la realidad objetiva, objetivamente. Se potenciaba el desarrollo de un objetivismo positivista, que encontró un buen acomodo en la etnografía descriptiva que se practicó hasta la década de los años ochenta, entre otras manifestaciones de la vida sociocultural del país.

En el caso específico de la santería y los santeros, a los prejuicios históricamente sostenidos, tanto por la cultura hegemónica como por los sectores subalternos y sus expresiones a lo largo de la historia, se añadieron los nuevos. El sujeto quedaba parcial o totalmente descalificado por su condición de religioso. Devenía una persona con rezagos del pasado, no confiable e impropio del sistema socialista. Al organizar la nueva estructura sociocultural y en especial la vida cotidiana, el Estado no tomó en consideración a la familia ritual, la cual quedó excluida de las formas de socialización legitimadas; con ello se le negaba a este tipo de agrupación el espacio de reconocimiento sociocultural, y también se debilitaban en el entorno social los valores emanados de la práctica. Si el individuo santero quería integrarse al proyecto social, primero debía desintegrarse de su familia ritual, de su modo de hacer y ver el mundo; debía sacrificar su religiosidad y su individualidad.

Rápidamente sobrevino una solución para el acontecer religioso que favorecía la acción ritual: se recurrió de nuevo a la táctica de la simulación como parte de una estrategia de resistencia. Al oscilar el fenómeno de nuevo entre los polos de aceptación y rechazo, el individuo optó por acatar y no cumplir; se reproducía el signo de la desobediencia, que tenía sus antecedentes en la etapa colonial. La práctica volvía a replegarse; el hombre santero estaba compulsado a participar en dos mundos sociales: el oficial, marcado por el ateísmo y el mito de la razón científica, y el suyo, regido por eguns y orichas. La cultura dominante sentó pautas para que los prejuicios reforzaran la política de hostilidad y antirreligiosidad desplegada.

    "A mi hijo yo le hice santo en el 74. En aquella época era muy difícil, porque todo tenías que hacerlo a escondidas. Mi hijo tenía que entrar en la beca y, figúrate, allí nadie podía saber que él estaba en el proceso de hacerse santo. Así que decidimos que el viernes, cuando él saliera de la escuela, entraba al santo y ya el lunes tenía que salir del trono. Figúrate, aparecerse ese muchacho con su cabeza rapada fue la novedad. De la escuela vinieron a la casa a saber si era verdad que él tenía santo hecho. Y yo les dije que no; ¿qué les iba a decir, que sí? ¿y si por eso me lo botaban de la escuela? ¿Que no botaban a los muchachos de las escuelas por ser religiosos? Dirás tú que no los dejaban entrar".

Se había impuesto el paradigma positivista del objetivismo científico: el del sujeto como ente colectivizado y la historia como entidad universalista. Se derivaba de él un signo de orden aplicable a la nueva organización social como a las llamadas formas tradicionales del pensamiento religioso. La relación subjetividad, individuo e historia fue tan atemperada que casi se hizo invisible. Se enfatizó la reafirmación de la subjetividad, entendida como lo mensurable y demostrable a través de la razón científica; se produjo la sobrestimación del colectivo concebido como unidad monolítica y homogénea y se asumió la historia como discurso causal. La intersubjetividad, la individualidad y la historicidad prácticamente quedaron fuera del discurso oficial o solo reconocido para la expresión artística.

Las creencias santeras se siguieron considerando supersticiones; las ceremonias: formas fetichistas de adoración; los conocimientos acerca de las plantas y su posible uso curativo: oscurantismo; sus objetos rituales fueron colocados en un museo y, fuera del reducido círculo de los especialistas, muchas personas los siguieron considerando como objetos inservibles. Durante años se pensó que la publicación de documentos escritos por los religiosos y la elaboración de objetos destinados al uso ritual eran formas de hacer proselitismo. Al no reconocerse por parte de la cultura oficial la concepción religiosa del mundo, el universo santero se replegó. A los efectos de las religiones populares, la agresividad que se desplegaba contra el religioso en general, no era particularmente significativa pues desde siempre habían vivido sancionadas, marginadas, despreciadas, descalificadas desde todo punto de vista. Algunos religiosos no reconocen situaciones de conflicto; Hermes Valera Ramírez, babalao, que se da a conocer fuera del ámbito religioso a través del documental El mensajero de los dioses de Rigoberto López, afirmó en una entrevista realizada en Venezuela que

"... la revolución en mi país no tuvo oposición a los credos religiosos [...]".

Las interpretaciones que se hacían de la realidad, desde la perspectiva de la religiosidad popular de antecedente africano, y los cambios que se operaban en el seno de los hechos culturales como consecuencia de la acción de agentes dinamizadores procedentes de la macroestructura social, evidentemente fueron tomados en consideración de manera desigual a lo largo de los últimos cuarenta años. La pérdida de privilegios y la desarticulación de las redes de comunicación que tenían las religiones institucionalizadas (escuelas privadas, clubes, publicaciones, programas de radio y televisión, etcétera) no solo afectaron el status de sus intereses materiales, sino que, al homologar a todas las creencias, el Estado afectó la concepción que estas tenían de su posición en la sociedad, y desde esta perspectiva las puso en situación de desventaja con respecto a las populares no formalizadas. Al igualarse las condiciones en el teatro de operaciones, la lucha por la supervivencia se hacía muy difícil para quienes desde hacía siglos habían abandonado la periferia, no eran subalternos, ni marginados. Esta fue la situación de católicos y protestantes, entre otras iglesias radicadas en Cuba.

    "Pagamos justos por pecadores. La bronca del Gobierno fue con la Iglesia Católica, y al final nos castigaron a todos por igual. En los años setenta era muy difícil hacer un santo. En esta etapa ha habido más represión que en toda la historia de Cuba. Ahora todo el mundo te vigila. A mí no me importa, porque todo el mundo sabe en Regla que yo soy santero y con tradición de familia, pero hay por ahí mucha gente santera escondida y mucho h. p. tratando de hacer daño".

Los cambios introducidos en el ámbito sociocultural no modificaron el status de la santería, el palo y las sociedades abakuá, aunque sí influyeron en la consideración de los religiosos y en las interpretaciones que a nivel personal podían hacerse de las nuevas realidades. El sistema de pensamiento santero ofreció una interpretación del proceso revolucionario en la que se vieron involucrados signos muy queridos de esta población religiosa. Eleguá, Odudua, Orula, Ochún, entre otros, fueron movilizados para sumarse al torrente de pasión que movió los primeros años del triunfo revolucionario; se soñaba con la realización de diversas aspiraciones.

Muchos religiosos asumieron el triunfo de la Revolución como el gran cambio para sus vidas, aunque no estuvo exento de ciertas dudas, escepticismo, desconfianza:

    "Yo no sé qué letras rigieron en los primeros años de la Revolución, pero sí puedo decirte que Oyá daba vueltas y más vueltas a su iruke; todo cambiaba y lo hacía a una velocidad que uno mismo no podía darse cuenta de todo lo que estaba pasando. Pero todos los días había algo distinto".

No hemos podido obtener información suficiente acerca de las letras que los babalaos obtuvieron de sus consultas a Orula durante los años 1959, 1960 y 1961, ni reconstruir a través de los testimonios los pronunciamientos de los santos para esos años, pues todo lo que nos han dicho hasta el presente es que "las letras que salieron, fueron muy duras". Indiscutiblemente la Revolución representó una gran innovación en todos los órdenes de la vida. Si ella se había hecho para reivindicar a los sectores explotados y entregarles el poder que les correspondía como los reales productores de los bienes, estaba implícito que la religión que constituía parte de la razón de ser de muchos de los desposeídos iría con ellos en el nuevo viaje hacia la vida que se iniciaba. La santería o regla de Ocha comenzó a vestirse de nuevo, quiso salir a la calle "con algo flamante".

Las prácticas culturales cubanas de naturaleza religiosa estuvieron relativamente favorecidas con la política de recuperación de las tradiciones de origen africano que se implementó para el ámbito de la cultura artística lo cual, contribuyó a que se mantuviera funcionando como un factor de identificación.


La aceptación de la tradición

Entre los testimonios recogidos aparecen alusiones a la participación de algunas personas religiosas en festivales, conferencias y encuentros realizados con intelectuales africanos en la década del sesenta; en ningún caso el testimonio lo obtuvimos directamente de los participantes, ya fallecidos, sino de sus familiares. Resulta evidente que este tipo de participación provocó cierto impacto en los ambientes más cercanos a la persona.

    "Mi padrino participó en un festival que se hizo en la calle Águila, a los poquitos años del triunfo de la Revolución; allí estuvieron muchos africanos. Él ya se murió, y yo lamento mucho no haberle prestado atención a esas cosas. A mí en ese momento eso no me importaba; yo estaba para otras cosas, no pa' los cuentos de la historia".

Para algunos religiosos, como lo fue para Pedro Arango, se abrieron nuevas posibilidades, según testimonios de sus familiares y amigos; algunos viejos vecinos afirman que este "hijo de Changó" fue "traductor de yoruba de una delegación de africanos" que visitó Cuba en los primeros años después del triunfo de la Revolución. El texto escrito por Arango evidencia el conocimiento de materiales etnográficos y la consulta de diccionarios y gramáticas yoruba-inglés. Es obvio el empeño por dar a conocer las particularidades de la religión que profesa sino la tradición en la que se funda. Era evidente la necesidad de borrar el pasado inmediato y encontrar formas que legitimaran el quehacer religioso. No pasó inadvertido para muchos religiosos el reconocimiento que, desde la cultura legitimada y legitimadora, se hiciera de los valores artísticos contenidos en sus música, danzas, cantos. Basta recordar el impacto que produjeron el estreno de Suite yoruba (1960), coreografía de Ramiro Guerra y, once años más tarde, Alafin de Oyó (1971), coreografía de Roberto Espinosa y guión de Lázaro Ros.

    "El artista que hizo esa obra, tiene el nombre de un historiador, pero yo no me acuerdo ahora. Aquello fue tremendo; yo nunca pensé que en el teatro se pudieran representar los bailes de nosotros. Yo sabía que Fernando Ortiz había llevado a la Universidad a Merceditas Valdés. Pero eso es distinto; esas son clases para personas instruidas. Es diferente. ¡Pero para todo el mundo, ni pensarlo! Siempre se han dicho muchas cosas malas de los santeros, de los paleros y de los..., bueno, de todo el que no era católico. Porque si te pones tú a ver, nadie ha hablado bien de nosotros, bueno, ni nosotros mismos, que nos pasamos el tiempo desacreditándonos unos a otros. Pero eso no es lo importante. Lo importante fue que salimos de los solares, de las casas pobres, de los lugares escondidos para un teatro grande [...]".

Muchos religiosos se sintieron estimulados evidentemente por el ambiente de cambio y transformación que al estilo de Oyá en el país y sus dioses no fueron ajenos a tal proceso. Hoy pocos recuerdan esos acontecimientos y otros los ignoran.

    "Es posible que eso de llamar regla de Ocha a la santería venga de unas revistas que se publicaron hace mucho tiempo y donde el nombre que se le daba era ese. Por aquellos años se hicieron muchas cosas: se dieron cursos, se hicieron pruebas para que las personas demostraran que sabían bailar y cantar. Mira, Manuela, la que vive en Cayo Hueso, ella era hermana de Julia, la esposa del Congo, los que vivían en el solar de Infanta; ella bailó mucho tiempo con el Conjunto Folklórico Nacional. Buenísima bailadora. Ella bailaba con la comparsa Los Componedores que salía de ahí de Cayo Hueso".

Para determinadas personas algunos hechos están muy cerca, para otros están muy lejanos, y para la mayoría de los que nacieron después de 1959 son totalmente desconocidos. Se sorprenden al saber que Merceditas Valdés cantó en la Universidad de La Habana en la década del cincuenta, que en 1960 se estrenó Suite yoruba, y un año después se elaboró el documental Historia de un ballet, sobre el trabajo de creación-investigación desarrollado para la mencionada obra, y que en la misma década se estrenó María Antonia de Eugenio Hernández Espinosa. De modo similar ocurrió con las obras Alafin de Oyó y Sulkari, coreografía de Víctor Cuéllar, estrenadas en 1971. Aunque esta última ha corrido mejor suerte y alguna que otra vez aparece en las pantallas de televisión, los religiosos no la reconocen como una obra en la que están presentes gérmenes de la religión que profesan y de la cultura de la que son protagonistas.

Desde el mismo l959 con las acciones desplegadas en el Teatro Nacional, se evidenció que la labor de rescate y conservación, "desacralizada", de elementos básicamente musicales y danzarios presentados de modo similar al realizado en sus ambientes cotidianos (lo que Ramiro Guerra denominó "proyección del hecho folklórico"), al igual que el nivel de "elaboración folklórica", se reinsertaba en los focos, y el tiempo fue reforzando esta reapropiación.

Cuando se presentó a Babalú Ayé por primera vez en el teatro Martí, alrededor de 1968-1969 como parte del ciclo yoruba, por necesidades escénicas se utilizaron recursos coreográficos que marcaban diferencias con lo que se realizaba en las casas-templos. El hecho de que el bailarín saliera a escena encorvado y tocando con el "ja" sus hombros de modo alterno al movimiento de los pies fue un recurso que se empleó para romper con cierta monotonía; esto era algo que no traicionaba ni alteraba la concepción religiosa del santo, puesto que tendía a evidenciar desde la gestualidad la función del implemento y del oricha. Bueno, esto fue incorporado a la actuación del oricha en las casas-templos.

Los espectáculos danzarios, los museos, las películas, los videos, entre otras formas, constituyeron soportes para la conservación de las expresiones de la cultura popular tradicional, porque existía una tradición que favorecía el reanclaje. El tratamiento artístico del hecho cultural pretendió respetar las tradiciones de las cuales era heredero, pero necesariamente tenía que ser ajustado al espacio en que iba a ser representado o mostrado. Así en los museos la tendencia fue hacia una estetización de los objetos y una marcada descontextualización de los mismos. La sopera de Ochún, el Osun de Ortiz o las tallas en madera se hicieron más significativas, ya que eran de Ochún, de Ortiz o de madera.




Lázara Menéndez Vázquez. Foto tomada de la Revista Catauro

Parte I
Parte II
Parte III





Tomado de la: Revista Universidad de La Habana





Lázara Menéndez Vázquez es Profesora de la Universidad de La Habana


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