Cuba

Una identità in movimento


Los Niños de la Simpatía

Rómulo Lachatañeré


Durante la esclavitud, los esclavos en señal de respeto, nombraban a sus amos con los términos mi amo y mi niño. Si se entiende el gran papel individual que la personalidad del amo tenía en la vida del siervo y los abismos que la esclavitud creaba en el trato entre ambos, respetándose el tenedor no sólo por dueño, sino porque su piel lo suponía con poderes incalculables para anchar perspectivas, fácilmente se comprenderá por qué las deidades más populares de la santería se conocen con el nombre de los Niños de la Simpatía; y en este caso el término niño no sólo significa respeto, sino que, envuelve lo sobrenatural, y ha de estimarse en la santería como un grado jerárquico elevado.

Este honor se concede a Changó, Ochún y Yemayá, las tres deidades son equivalentes de santos católicos que desempeñan un estupendo papel en el maltrecho Catolicismo cubano.

Changó corresponde a Santa Bárbara, mártir del catolicismo medieval, y que aparece en Cuba como abogada de los guerreros y patrona de las tempestades. En sus litografías se le observa portando espada a la cintura y sosteniendo una copa en alto, y los creyentes católicos le encienden cirios para obtener retribuciones económicas y solución a otros problemas de la vida cotidiana. Todas estas circunstancias han servido para realizar su identidad con Changó, el cual se estima como el dueño del rayo y el relámpago; dueño de los plátanos y los tambores de los festivales y un guerrero de envergadura, "emperador vencedor en todos los combates". Además, es el dueño de la lumbre y el adivino por excelencia, puesto que se entiende que fue el original poseedor del oráculo que más tarde entregó a Orúmbila, pero que se quedó con sus misterios indescifrables.

Ningún santo copia la actitud de sus "hijos" frente a la vida como Changó. Por ser el dueño del fuego, al aparecer en el oráculo como speaker, el santero ha de enfriar las dieciséis conchas que constituyen el oráculo del di-logún, echándolas en agua fresca, y la deidad se ha de dirigir a un cliente "que tiene la candela metida en el cuerpo" (que es susceptible a montar en cólera), y por tanto debe alejarse de la lumbre para evitar que las explosiones de su carácter lo conduzcan al crimen.

Tan pronto el cliente deje al adivino, debe "refrescarse la cabeza" para calmar sus ímpetus. Verdaderamente, Changó es el Ángel Guardián de las personas impulsivas, y él mismo tiene raptos de cólera que te obligan a refugiarse en una palma hasta que, suavizado su carácter por la presencia de los Obeyes, sus hijos ilegítimos, desciende y puede atender los asuntos de sus "hijos".

Changó también es el patrón de los amantes impulsivos. Casado legalmente con 0-l-ba (Santa Rita), la abandonó cuando la mujer perdió su hermosura en sacrificio a los deberes conyugales, y se casó con Oyá, porque lo había favorecido en una de sus guerras con Ogún.

Ochún, una mujer que vivía maritalmente con el babalawo Orúmbila, se prostituyó con Changó, y desde entonces llevaron una vida de amantes perfectos. Arrojado del firmamento por su madre Obatalá, quien lo concibió en amores ilícitos con Agayú, fue recogido por Yemayá, quien le dio una esmerada educación. Más tarde, la madre de crianza se prendó del joven vistoso y fácil para el amor. Trata de seducirlo. Changó muestra su repugnancia a la madre y escala una palma. Yemayá se mantiene y le ofrece placeres contra natura. El joven enfría su repugnancia, accede y posee a Yemayá en la más extravagante de las posturas.

En uno de sus caminos, Changó abofetea a su madre Yemayá; arrojado del hogar roba la casa y derrocha el dinero con la magnanimidad de un tahúr. Arruinado, busca de nuevo el asilo de Yemayá, pero es rechazado. Changó no pierde el tino, sino que valiéndose de los Jimaguas u Obeyes, sus hijos, usa una treta, y Yemayá le abre las puertas de su casa.

Lo cierto es que estas situaciones de Changó en el folklore de la religión lucumí, constituyen las mismas actitudes de sus "hijos"; y el mismo santero, cuando una persona maneja la vida con estas intermitencias o la mira como un juego riesgoso, se dice: "Éste debe ser 'hijo' de Changó".

El Cabo (Ka wo) y Emí son también nombres con que Changó es aclamado. Sus sacerdotes tienen fama de clarividentes y gozan de alto prestigio.

Ochún, la segunda "niña de la simpatía" corresponde a la patrona de la Isla de Cuba: Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. Procedente de Illescas, un pueblo situado entre Madrid y Toledo, en España, se supone que esta Virgen apareció a tres pescadores en desgracia en las cercanías de la bahía de Nipe, en la costa norte de Cuba. Trasladada la imagen al pueblo de El Cobre, allí se le hizo una ermita y pronto se convirtió en la Virgen más milagrosa de la Isla. Más tarde fue reconocida como su patrona.

El color oscuro de la imagen ha hecho que se considere a la Virgen como una mulata. Así, al hacerse la identificación entre la Virgen y Ochún, se dice que esta última era "una mulata de pasa", pero que su hermana Yemayá, una negra de pelo lacio, le regaló su pelo, los corales y el dinero. Ochún además posee el oráculo del di-logún, y es consejera de los enamorados. Bajo el mote de la mulata, como popularmente se le conoce, Ochún tiene un decisivo papel en todos los cultos.

En la ciudad de La Habana es muy común ver mujeres andar por las calles vestidas de una vulgar tela amarilla rayada de blanco y un cordón blanco también, atado a la cintura, para rendirle pleitesía a la deidad. Este humilde vestido amarillo simboliza su amor con Changó; porque cuando este santo se arruinó, Ochún le brindó socorro con tal espíritu de sacrificio que se quedó con un solo vestido blanco que lavaba todos los días en el río hasta convertirlo, de viejo, en un color amarillento. A Ochún también la mencionan con el nombre de lyalorde, y en los festivales la aclaman diciéndole: "¡Yeye!" u "¡Ori yeye!".

Yemayá, la tercera "niña de la simpatía", es la hermana menor de Ochún, a quien le debe su matrimonio con Ogún. Yemayá siendo una moza se enamoró de Ogún; éste la sedujo pero no selló ningún compromiso. Remordida y ardiendo en pasión, Yemayá requirió la ayuda de su hermana mayor Ochún; la cual, con un plato de oñí (miel de abejas) y sus danzas de amor, a su vez, sedujo a Ogún y lo puso en el lecho de su hermana. No obstante, Ochún y Yemayá aparecen disgustadas "por la diferencia entre el chivo y el carnero", de cuya diferencia, expresado en un mito colectado por el autor borrosamente, resulta que el carnero es tabú para Ochún y el chivo lo es para Yemayá.

Yemayá es la dueña del mar y ha sido identificada con Nuestra Señora de Regla, patrona de la bahía de La Habana, y con un santuario en el pueblo del mismo nombre. Este pueblo, en la actualidad con una población blanca preponderante sobre la llamada de color, conserva una fuerte tradición de la santería. Allí están los cultos de Panchita Cárdenas – muerta recientemente – y Pepa la de la Loma, dos de las más prestigiosas sacerdotisas de La Habana. Panchita Cárdenas era "camarera" de la Virgen en el santuario, y todos los años, en el aniversario de la Virgen de Regla, sacaba la procesión donde la imagen de la Virgen era llevada en andas, seguida de la multitud de creyentes santeros o católicos, no se sabe, y la seguían los tambores del cabildo, nombre también dado a los festivales.

En las antiguas casas donde en la época colonial vivieron sacerdotes o sacerdotisas del sistema lucumí, los tambores se detenían, y los vecinos, saliendo a la puerta, arrojaban un vaso de agua en el pavimento, mientras se cumplía un pequeño ritual, para rendir pleitesía a los antiguos líderes del cabildo. Suponemos que con la muerte de Panchita Cárdenas, esta ceremonia no habrá dejado de llevarse a cabo.

A Yemayá la llaman "la negra", y esto se debe a que, se dice, esta deidad, en un viaje, tuvo que atravesar el Mar Negro, y, en consecuencia, su piel de blanca se transformó en negra, pero conservó sus facciones caucásicas y su abundante cabellera, la cual, como vimos, regaló a su hermana Ochún.


Tomado de: RÓMULO LACHATAÑERÉ, El sistema religioso de los afrocubanos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1992, pp. 107-111


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