Cuba

Una identità in movimento


Cuba en el siglo XVII: expresión musical de un modo de ser (Parte I)

Gloria Antolitia


En lo que respecta a las manifestaciones musicales de nuestro pasado colonial, la evolución de la música en Cuba en el siglo XVII está estrechamente vinculada con el desarrollo musical del siglo XVI español, lógicamente. Resulta curioso y por demás interesante constatar las huellas que han llegado hasta nosotros de lo uno y de lo otro; es decir, de la situación de la música en la Isla en el siglo XVII, por una parte, en tanto, por otra, pueden establecerse los nexos con la herencia ibérica que había aportado a las colonias los primeros elementos africanos.

Inesperadamente se producen a veces algunos hallazgos, como el del elusivo rastro de aquellas "copias del ay, ay, ay", en ciertos juegos "de prenda" popularizados en los campos de Cuba, muy típicas del siglo XVII hispano. En la Isla han animado típicamente los velorios campesinos, en regiones apartadas del país.


— ¡Ay, ay, ay, que me quemo!
— ¿Por quién te quemas?
— Por la rosa.
— Como eres tan linda y preciosa...
— ¡Ay, ay, ay, que me quemol
— ¿Por quién te quemas?
— Por el alelí.
— Como me muero por ti...
— ¡Ay, ay, ay, que me quemo!
.....................................


A veces el estribillo varía, según predomine la herencia española o la africana. Aun el sonsonete rítmico producido a veces en la mezcla de lo afro y lo hispano tiene una curiosa musicalidad, a lo que contribuye un parejo esquematismo melódico.


— Ya yo mata cochino,
— mata cochino,
— mata cochino.
— ¿Dónde 'ta la cabeza de mi cochino?
— Aquí.


Historiadores como Emilio Roig de Leuchsenring se han interesado en cosas como éstas, explicando la costumbre entre los conquistadores, gente de pueblo que estableció en las colonias sus hábitos de vida:


... en Andalucía se encontraba entonces muy generalizada una fiesta... el Velato río, dedicada principalmente a celebrar "la feliz subida de un angelito al cielo"[1].


Con cantos y bailes se expresaba la alegría que debía caracterizar devotamente el luctuoso hecho: especie de fiesta lírico-bailable que existió en distintas regiones de España tradicionalmente. En lo que a Cuba respecta, ocurrió algo similar. Es esto lo que explica el que en nuestro actual siglo XX un músico campesino, cuyo testimonio se recoge en la revista Signos, aluda a ello de un modo natural; con el orgullo del que sabe improvisar un instrumento musical con elementos muy sencillos, así como el acompañamiento percutivo adecuado a la ocasión:


... de esta manera he tocado mucho en velorios y la gente se ha puesto a bailar[2].


La costumbre se avenía, según Fernando Ortiz, con otra similar existente entre los negros, incluyendo en la curiosa ceremonia del velorio algo de danza, con un sentido religioso o mágico, en torno a la inerte figura.


Los condotientes saltan y dan vueltas alrededor, parándose de cuando en cuando para recitar en voz baja ciertas preces de sus ritos en idioma nativo[3].


La ceremonia se prolonga, sin que cesen del todo las expresiones melódico-rítmicas.


Al fin, bebiendo, cantando y bailando, acaban la función con llanto.


Llanto y baile. Ante la muerte, negros y blancos reaccionaban en forma bastante parecida. De ahí la continuidad de una costumbre desde los tiempos de la Conquista hasta este siglo. La imagen resultante la recogió el refranero español, que dice:


... en el velorio nunca falta el jolgorio.


Don Ramón Menéndez Pidal ha demostrado en su Geografía Folklóríca, respecto a España y sus localismos, los nexos que pueden existir entre el presente y el pasado y entre regiones o países diferentes. Esto puede comprobarse en Cuba confrontando la doble herencia española y africana con sus puntos de partida originarios. Igual ocurre en relación con la Isla y otros países latinoamericanos en los cuales se observan costumbres similares, particularmente en aquellos donde existió la esclavitud de los negros. la comparación y concatenación de los datos va rindiendo, al menos en parte, la atmósfera sonora de una época; su modo de expresarse musicalmente.

Con relación a Cuba, las precarias circunstancias de su colonización y el lento desarrollo económico iban conformando las condiciones internas del país, las cuales irían determinando un específico modo de conducta. Incluía ésta las diferentes formas de expresión, adecuándose las mismas a las necesidades de los primeros tiempos coloniales y a esa relación ineludible entre el hombre y su medio geográfico-social. El mayor o menor grado de desarrollo de la economía delimitó, en última instancia, las posibilidades culturales.

En lo que se refiere a. la música se atuvieron éstas, más que nada por la fuerza de la necesidad, a los valores populares, los únicos que mostraban un verdadero vigor en ese determinado campo. Los puntos de partida, pues, habría que buscarlos en ese pueblo amalgamado, en los productos de esa mezcla desordenada de elementos que resultó la primera característica típica de nuestra insularidad.

El aislamiento de las villas, en Cuba, a la par que los efectos de la fanática intransigencia religiosa de Felipe II — sufridos aun después de su muerte, ocurrida al finalizar el siglo XVI — hizo extremadamente difícil el desenvolvimiento normal de las primeras expresiones culturales. A pesar de lo cual, aunque en una medida restringida y modestísima, la música formaba parte de la vida diaria; al menos en algunas de las ciudades que ya tenían en el siglo XVII cierto significado, como eran La Habana y Bayamo. Todo ello a la vera de una organización municipal que, aunque copiando a las de la Metrópoli, no dejaba de ser bastante rudimentaria, aunque no tanto que prescindiera en lo militar y en lo religioso de los acompañamientos musicales que eran característicos de la época. A los efectos, recuérdese el discutido motete con el cual finaliza Espejo de paciencia y la alusión en el poema al organista de la Parroquial bayamesa por esa época, comparándolo nada menos que con el célebre compositor sevillano Francisco Guerrero.


Estaba apercibido ya en la iglesia
Blas López, sacristán de aquella villa,
a quien todo el Bayamo estima y precia
como a Guerrero la sin par Sevilla;
a este motete dio principio y gracia
y con la dulce voz de que se precia
con los cantores de su gran capilla.
..........................................


Las supuestas "cosas del espíritu", al menos en las dos ciudades más importantes de la Colonia, tenían la suficiente base material en la naciente industria azucarera y en el desarrollo ganadero. En esencia, el XVII fue un siglo de intercambios: intercambio de productos, de influencias étnicas, de esquemas formales, en el muy rudimentario desarrollo cultural. De ciertas formas importadas dan fe las construcciones militares, que repitieron esquemas similares por los puertos del circuito comercial del Caribe. El material utilizado permite tal comprobación, en lo que a la arquitectura respecta; no así en la música, contando ésta con elementos tan evasivos como son los sonidos, inexistentes ya un instante después de producirse. Sin embargo, tal y como se hizo arquitectónicamente, se respondía musicalmente a la necesidad de expresión con esquemas igualmente importados, adaptándolos al ambiente circundante. Lo que éste ofrecía fue aprovechado ventajosamente.

La preocupación mayor en la época era la solución inmediata a los apremiantes problemas materiales. De ahí el que sólo contemos hoy con el testimonio aislado de algún que otro autor que, de pasada solamente, aluda a la utilización de la música en los primeros siglos coloniales, particularmente en lo que a los predios antillanos se refiere. En Cuba, sin embargo, en manos del pueblo estaban ya instrumentos y ritmos que imprimían su huella en lo que éste bailaba y cantaba. Elementos diversos se fundían, dando pie a novedosas combinaciones métricas en el tratamiento melódico y poético. El carácter repetitivo de los esquemas importados no impidió el predominio del movimiento y el cambio. En los cantos y bailes intervenía la palabra — bailes cantados o cantos bailados — lo cual, en el caso de Cuba, era la imposición de una lengua a través de la cual todos debían ,entenderse. Posibilidad de relación que resultó fundamental en la Isla para el inicial desenvolvimiento de una poesía cantada, que serviría de antecedente al posterior desarrollo literario y musical.

Por lo demás, la música formaba parte de las costumbres; no como algo añadido, sino como parte integrante de los modos de vida usuales desde antes de finalizar el siglo XVI y durante el XVII; en correspondencia con las creencias y supersticiones de aquellos tiempos y con las maneras habituales de festejar ciertos acontecimientos. Las creencias en poderes sobrenaturales, la vigencia de los supuestos milagros, de las encarnaciones diabólicas, el desencadenamiento de las fuerzas naturales en el trópico forzaba a utilizar la música en ceremonias que debían aminorar tales males.

Ese es el origen de las procesiones, tan usuales en la época. Si ello era herencia medieval, la situación, en cambio, era típicamente insulana. En Cuba, como en Europa, ello dio paso a elementos carnavalescos. Pero en el presente, como en el pasado, todo formaba parte de un cuadro social en el cual predominaban determinadas ideas.


... las procesiones religiosas fueron motivo para que los hombres aparecieran enmascarados, unas veces porque se quería que niños vestidos de ángeles acompañaran al Santísimo Sacramento, o a las imágenes y reliquias que se llevaban de un lado a otro; otras, porque se deseaba tomar parte en las procesiones, desempeñando el papel de algunos de los personajes de la Pasión[4].


A veces era la muerte misma la que proveía la ocasión, realizándose los entierros de rango "a cajas destempladas", o sea, con tambores sin afinación específica, y con el consecuente clamoreo de campanas, bien pagado repique con el cual se despejaba el camino hacia la paz eterna. Por su parte, el deceso del Rey requería todo un ceremonial en la Parroquial Mayor, ante un túmulo alusivo, asistiendo las autoridades con sus atributos jerárquicos. La música solemnizaba la ocasión hasta donde era posible: es decir, misa cantada y algunas chirimías doblando las voces; el poder de sugerencia de los sonidos tornando más vibrante el chisporroteo de las encendidas velas de cera.

De regreso a la rutina de la vida diaria, volvía la Parroquial a su escueto ceremonial religioso en la fecha de algún santo patrón o por alguna muerte anodina, con escasa intervenciórr de la música. La inquietud que causara alguna plaga de hormigas podía atenuarse invocando a San Marcial o al bienaventurado San Simón, pagándose entonces algunas misas en las cuales algún "chantre" o cantor ocasional podía dejar oír su voz. Realizaban los soldados sus ejercicios militares en la Plaza de Armas, oyéndose a ratos los tonos contrastantes del tambor y del pífano.

En los alrededores del puerto se oían cantares que ya comenzaban a difundirse por Cádiz y Sevilla como "canciones habaneras", aunque en verdad no siempre lo eran. Sin embargo, la reputación quedaba, e iba asociándose a la capital de la Colonia, esa primera, rudimentaria fase de desarrollo musical, en la cual ya se reconocían ciertos ritmos como propios de la Isla. En todo lo cual, lo que realmente había de cierto era una tipicidad que ya se percibía, genuinamente americana, característica: aquella que muy pronto, adaptándose a la geografía regional, daría resultados similares y simultáneos en el tango argentino, en la habanera propiamente dicha y aun en el llamado tanguillo gaditano.

¿Intervino en ello la cualidad cadencioso — al menos en lo que a Cuba se refiere — de aquellas tonadas, "carceleras", coreadas por los forzados de las galeras que vigilaban nuestras costas ante el peligro de píratas? Se remaba a ritmo de tambor o de un látigo amenazante, restallando al aire. Se acompañaba el canto con el golpeteo reiterado de las cadenas sobre el banco en que se sentaban los prisioneros. No hay que olvidar que fueron éstos quienes construyeron gran parte del Castillo del Morro de La Habana, de fines del siglo XVI a principios del XVII. Podría deberse a ellos la cadenciosa cualidad nostálgico característica de nuestra música posterior; particularmente de algunas habaneras, aunque el esquema definitivo de las mismas no se precisara hasta el siglo XIX.

Porque todo comenzó mucho más temprano de lo que se cree. Y no como expresión oficial exclusiva del poderío de la Iglesia — que en relación con Cuba no precisó de la pompa de que hubo de hacer gala en otras colonias — sino con la intervención espontánea del pueblo; de los simples habitantes de las villas y ciudades. Estas empezaban a hacer alarde de su relativa importancia, como era el caso no sólo de La Habana, sino también de Bayamo y Puerto Príncipe. La holgura económica permitía ciertas expansiones, que las crónicas de la época denominaban "de regocijo e plazer" y que interesaban más que el mal latín y la escasa musicalidad de algún cantor de ocasión ocupado en el ritual eclesiástico. Otras influencias resultaban más vigorosas, a la par que más amenas, tanto para los cristianos nuevos como para aquellos que derivaban su origen de algún rancio, remoto rincón de Castilla la Vieja. Ello se percibía en las fiestas callejeras, bulliciosamente celebradas con estridentes pitos y flautas o pífanos; se enfatizaba en la utilización de los elementos rítmicos de un modo cada vez más característico en danzas y cantares populares. El pueblo se divertía con lo que tenía a su alcance, dejándose llevar por su imaginación y un espontáneo sentido poético que lo precisaba a seleccioinar o a fundir adecuadamente aquellos elementos que le resultaban más familiares. El final obligado era correr y alancear toros.

Toros y cañas, como sabemos, iban siempre juntos y eran herencia moruna. En el sur de España, y de allí provinieron gran parte de nuestros colonizadores, era decisiva la presencia de los conversos. Su influencia sobre los cristianos fue notoria, sin que los métodos inquisitoriales pudieran evitarlo. Se decía de los moros que eran muy dados al bullicio; a las diversiones de todo tipo; a los alardes de destreza a caballo. De esa habilidad presumían los mismos tanto como los caballeros cristianos. Ello explica la aceptación general, por parte del pueblo, en España tanto como en Cuba, del juego de cañas y el obligado final frente a las astas de un toro.

Sin embargo, pocos autores aluden a estas influencias, tan marcadas entre los cristianos. En lo que a Cuba respecta, jamás se menciona — como si no hubiera existido — esta presencia de los conversos en el abigarrado cuadro social de los primeros siglos coloniales. Sólo de pasada se recuerda la procedencia árabe de algunas palabras que utilizamos aún hoy en nuestro hablar cotidiano. Estas palabras, por supuesto, no nos llegaron aisladas, sino como parte de un contexto en el cual la herencia morisca pesaba de modo singular.

Que en lo concerniente a la música algo de esto se hizo sentir podemos comprobarlo en la trayectoria seguida por el tambor y la guitarra, hasta arribar a las Antillas: trayectoria doble, en ambos casos, en la cual intervienen los moros. En el empleo de ambos instrumentos, las versiones musicales se ajustaban al gusto.


... desfiguraban la compostura que los primitivos árabes pusieran en ciertos bailes... eran muy amigos de burlarías, cuentos... y sobre todo amicísimos (para ello tenían gaitas, sonajas, adufes) de bailes, solaces, cantarcillos...[5].


Todo ello bien típico del pueblo español, por lo demás muy característico del reinado de Felipe IV. Sería lógico suponer que cierto reflejo de ello nos llegara a Cuba, acoplándose muy bien con el modo de ser despreocupado de los criollos — tan criticados por los gobernadores españoles — y con las aficiones musicales de los negros. El incesante intercambio, de hombres y de costumbres con Sevilla y los demás puertos del sur de España, a través del comercio tanto legal como legal, más el peculiar aporte de los negros, ha de haber rendido algún fruto.

Se piensa en todo ello y no extraña que tuviera acompañamiento musical el cortejo que en Espeío de paciencia va al encuentro del obispo Altamirano, después de su rescate. Hubiera podido éste ser real; no había necesidad de apelar a lo mitológico. La secuencia musical, para la época, resulta sonoramente desvaída. Mucho mejor, más efectista, es la imagen plástica:


Al son de una templada sinfonía,
Flautas, zampoñas, y rabeles ciento,
Delante del Pastor iban danzando,
Mil mudanzas haciendo y vueltas dando.


Curiosa procesión de semicapros y ninfas insulanos; probablemente amulatados todos. ¿Se debió la mesura a la presencia episcopal?


Suenan marugas, alboques, tamboriles,
Tipinaguas y adufes ministriles.


Sin duda, fueron oportunos los "tamboriles" y las "'manugas" para enfatizar lo danzario. Ciertos principios rítmicos, determinantes en la música africana, iban aclimatándose y acriollándose: las anticipaciones de algunos tiempos y alargamientos de otros: la importancia de la acentuación. Un clima sonoro iba definiéndose lentamente, con cierta tendencia al predominio de ciertos ritmos.

El mestizaje, el amulatamiento, nos proveería en parte de la propia España o lo intercambiábamos de mil modos con los otros puertos del circuito del Caribe: razas distintas; caminos que se entrecruzaban; cantos y bailes que se popularizaban. Si la población de la península ibérica era "de los pueblos más amestizados de la tierra", como algún autor ha señalado, la de Cuba lo era también e iba camino de serio definitivamente en el futuro. En el propia abigarramiento y heterogeneidad radicó la fuerza inicial. de un. arte incipiente. En esto desempeñaron los negros un papel protagónico. "La música les perteneció".

Mucho le llevó de ventaja la música popular a la música oficial, a pesar del paso de avance que significó la utilización en los templos de instrumentos de viento como las chirimías, para reforzar los cantos. No se sabe si los mencionados instrumentos eran del tipo de las gaitas o chirimías de odre o si pertenecían al tipo simple del oboe. En tanto en España se usaron las dos variantes, en Cuba, en ciertos casos, parece que las chirimías de odre — o sea, las parecidas a las gaitas — se usaron en sustitución del órgano, instrumento mucho más caro y difícil de tocar. Las gaitas propiamente dichas arribaron a la Isla por dos vías: la eclesiástica, probablemente a principios del siglo XVII o durante el transcurso de su primera mitad, y mucho después, en el siglo XIX, por la inmigración gallega. En general, estos instrumentos de odre resultaban un tanto más completos, al ser algo más complejos. Tenían las gaitas la posibilidad de bastarse a sí mismas; su tubo principal, agujereado, llevando el canto, en tanto los otros dos tubos producían el acompañamiento. Oprimiéndose el odre con el codo izquierdo se hace escapar el aire, en tanto la agilidad de los dedos, tapando o destapando las aberturas en el correspondiente canuto determina los sonidos. El tono es estridente.

Salvo en La Habana, sin embargo, no había tranquilidad para pensar en un verdadero desarrollo de la música. Tanto en las Actas Capitulares como en la Historia del Obispo Morell de Santa Cruz, se alude al constante ataque de los piratas. En Santiago la situación fue crítica, particularmente durante el primer tercio del siglo XVII. En venganza del intento de supresión del comercio de rescate en Bayamo en 1603, fue asaltada Santiago, incendiándose los templos. La situación no era nueva ni insólita, tratándose de una población abierta, sin protección alguna y constantemente amenazada.


Por esta razón los Obispos no residían en ella... y la catedral... se reducía a una pobre hermita, o más propiamente a una casa provisional[6].


Parte I – Parte II



    Notas

      [1] Roig de Leuchsenring, Emilio. "Los velorios". p. 47.

      [2] "El músico de la pita y la lata". Signos. (Santa Clara) (17): 262; mayo-diciembre 1975.

      [3] Ortiz, Fernando. Los instrumentos de la música afrocubana. t. 1, p. 239.

      [4] Burckhardt, Jacobo. La cultura del Renacimiento en Italia. p. 261.

      [5] López Chavarri, Eduardo. Música popular española. p. 74.

      [6] Moreli de Santa Cruz, Pedro A. Historia de la Isla y Catedral de Cuba. p. 238.


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