Cuba

Una identità in movimento

El viaje. De la serie "Tiro de gracia"

Lázaro David Najarro Pujol



El trayecto lo hacemos sin dificultades. René Vallina Mendoza y sus acompañantes llegan a Camagüey.

Le indico a Rolando Plaza que detenga el auto en la calle Avellaneda, cerca de la terminal de ferrocarril y le digo al enfermo:

    — Bueno, Capotico. Bájate aquí.

    — No, no. Qué va. Yo no voy a andar a pie por las calles. Me pueden conocer.

    — Coge un carro. Además, ese fue el acuerdo inicial. Que en cuanto llegaras a Camagüey tú te quedabas. Aquí puedes coger una guagua, un carro, cualquier cosa.

    — Pero yo no tengo dinero.

    — Bueno, yo sí tengo. Toma un medio, de este dinero que Pepe me dio para una misión que tengo cumplir en Esmeralda.

    — Aunque me des dinero no me voy bajar aquí. A mí me tienen que llevar hasta la misma casa donde voy.

    — No te podemos llevar, Capotico, entiende.

    — Pues yo de aquí no me bajo, compadre.

Entonces reflexiono:

"Yo estoy armado y Capotico también. Y la situación se puede poner tensa y le voy a tener que dar un tiro. Vamos a tener que llevarlo. Esta discusión no es saludable porque Capotico es muy terco. La estación de la policía está cerca y van a sospechar".

    — Bueno, está bien. Te vamos a llevar, pero tú sabes que ese no fue el acuerdo.

El auto se pone en marcha. Damos la vuelta y bajamos por República. Atravesamos de nuevo la ciudad. Llegamos a la carretera de Santa Cruz del Sur y proseguimos para La Yaba. Salimos de una curva. Yo voy atrás con el herido y Capotico delante.

    — ¡Mira! ¡Ahí están los guardias! ¡Hay emboscadas! ¿Qué hacemos? — dice el chofer.

Efectivamente, los guardias están parando los carros.

    — Dobla a la derecha por la calle de tierra y sigue. Si te paran los guardias diles que vas a dejar un pasajero ahí delante. Tú, Capotico, cuando lleguemos, bájate y vete a pie, que nosotros regresamos.

Cuando estamos pasando por al lado de los guardias, por la callecita de tierra, ordenan al chofer que detenga el auto. Uno de los guardias le pregunta de forma autoritaria al chofer del auto:

    — Oye, ¿adónde tú vas por ahí?

    — No, yo, yo voy a dejar un pasajero ahí delante.

    — Ven acá. ¿Por qué tú estás nervioso?

    — No, yo no estoy nervioso es que yo soy gago.

    — No, qué va. ¡Déjame ver! ¡Vamos, bájense! ¡Bájate de la máquina! ¡Y esta gente, que se baje también!

El chofer y yo nos bajamos del auto.

    — ¡Péguense de frente al auto, con las manos levantadas, coño!

Armados con fusiles San Cristóbal, los soldados nos apuntan. Nos bajamos, pero el herido y Capotico se quedan sentados en el interior del auto.

    — Bueno, y éste ¿por qué no se baja? ¿Qué le pasa? ¡Ah, pero si está vendado! ¿Qué le pasa? ¿Está herido? ¿Qué le pasó?

    — No. Lo que pasa es que eso fue un hachazo que se dio en la pierna cortando leña.

El guardia se acerca a Panchito para revisarle la herida.

    — ¡Coño! ¿Un hachazo? ¿Con un hueco redondo y la mancha de sangre redonda? ¡No, qué va! ¡Para el suelo! ¡Bájense rápido ustedes dos!

Ayudamos a mi tío pero lo dejamos sentado con los pies afuera. Nos registran. Registran al chofer y me registran a mí. Traigo un revolver entre las piernas, debajo del cinto. Y me quedo tranquilo, inmóvil. Onelio Capote Blanco está sentado en el asiento delantero del auto. Yo estoy con las manos levantadas y apoyadas contra el carro.

Detrás de mí se encuentran cuatro guardias con fusiles San Cristóbal. Le hago señas con el dedo a Capotico que tirara, que después yo lo secundaba. Yo pienso al instante.

"Si le tira a los guardias desde adentro, yo saco el revólver y les disparo. La reacción de los guardias va a ser repeler a Capote y es el momento para yo sorprenderlos y eliminar a dos que están detrás de mí. Ese cabrón me hace señas y me indica que no. Tendré que cambiar de plan. Si me dejan ir al baño trataré de buscar otra forma de librarme de ellos".

Me viro y le digo al guardia:

    — Oye, me estoy orinando. Tengo que ir a orinar al servicio.

    — No, mea ahí mismo.

Orino al lado de la máquina. Uno de los soldados abre el maletero. Dentro de él está la mochila con la canana, 50 balas, el uniforme del 26 y otras cosas. Al ver todo aquello, el guardia se vira y les dice a los otros casquitos:

    — ¡Oigan, aquí hay gente armada!

Se acerca a nosotros y nos registra de nuevo. Me encuentra el revólver. Me empujan varias veces. Un guardia pasa por frente de la máquina y se dirige a Capotico y habla con él. No puedo escuchar la conversación.

El guardia regresa. Capotico abre la puerta y se baja. Yo estoy mirando toda la operación. Capotico llega a la tienda. Pide un vaso de agua, se la toma e inexplicablemente se marcha. Un soldado va a la tienda, pide una soga y nos amarran a los tres. Se aproxima un auto. Rolando Plaza conoce al chofer.

    — ¡Oiga, amigo! Hace falta que hables con mi gente. Diles que me han detenido.

Un guardia se dirige de forma grosera al chofer del auto.

    — ¡Dale, coño! ¡Arranca de aquí!

Los guardias detienen un camión de volteo y nos empujan hasta la cama del vehículo. Después montan ellos y ordenan al chofer que los conduzcan hasta el cuartel Monteagudo.

Llegamos al cuartel y nos introducen en un calabozo pequeño ubicado en la misma entrada de la edificación. Nos registran nuevamente y nos hacen preguntas de rutina. Un guardia me registra y encuentra la foto de una jovencita. La foto la conservo dentro de un plástico.

    — ¿Quién es ella?

    — Mi novia.

    — ¿Cuál es la dirección? ¿Dónde la podemos localizar? Tenemos la obligación de comunicarle a ella que usted está detenido.

    — No, ella no vive aquí. Ella vive en el campo.

Pasan unos minutos. Llegan los del Servicio de Inteligencia Militar. Abren la celda y nos sacan; en dos carros del regimiento nos conducen al cuartel Agramonte, construido entre los años 1920 y 1930. Abarca más de 10 hectáreas y lo componen varias edificaciones de una y dos plantas. Está protegido de un ancho muro de dos metros de alturas y diversas garitas.

Nos llevan a unos calabozos. Me pongo de acuerdo con mi tío:

    — Óyeme, cuando vengan los del interrogatorio, nosotros somos escopeteros. No sabemos nada de la columna. Nosotros nos incorporamos ese día. Por lo tanto, no sabemos nada.

Se escuchan pasos. Abren la celda. Se acercan a mí y me levantan. Me sacan del calabozo. Quedan allí Panchito y Rolando Plaza.

Me llevan a la oficina del jefe del Servicio de Inteligencia Militar, el teniente Antonio Hernández. Están con él su hijo, conocido como El Bizco, y otros oficiales.

    — ¿Qué tú sabes de la columna rebelde?

    — Casi nada. Yo soy escopetero. Me incorporé el mismo día que caímos en la emboscada.

    — ¿Qué sucedió con la gente nuestra que ustedes volaron en Corea?

    — En ese momento todavía yo no me había incorporado a la columna.

Parece que los convencí. No insisten más. Me regresan al calabozo. No transcurre mucho tiempo: unos soldados se dirigen nuevamente a mí. Me llevan hasta donde está un oficial del Servicio de Inteligencia Militar. Me enseña una foto de un rebelde muerto.

    — Mira, este es de la columna de Camilo y el Che. Este es el diario de Camilo. Ya todos están liquidados. Aquí todo se acabó. Acaben de hablar y no jodan más. Aquí se sabe todo.

    — Yo no sé nada. Ya se lo dije ahorita. Soy escopetero. Me incorporé a la columna el día que caímos en la emboscada.

    — Tenemos información de que ustedes saben mucho de los rebeldes. El silencio no los beneficiará.

Recapacito:

"Este viejo es un cabrón. Me quiere coger de bobo. Esta muy jodido. A mí no me van a sacar nada. ¡Mira que decir que Camilo está liquidado!", pienso yo, mientras me interrogan.

    — ¿Cuál es el nombre de este muerto que está en la foto?

    — No sé. Yo nunca antes lo había visto.

Transcurre el día 6. Hoy es 7. Ya vienen por mí. La misma pregunta. La misma respuesta. De nuevo para el calabozo. La escena se repite. Corre la mañana.

Los interrogatorios prosiguen de forma individual. Veo a mi tío. Pasa por frente a mi calabozo. Su estado físico es deplorable. Apoya las manos en el piso y en las paredes para poder mantenerse de pie y caminar.

Pasa lento el tiempo: media hora, una hora... Panchito no regresa. Me inquieto. Está ahí ya. Lo veo retornar acompañado de los mismos soldados. Me hace señas con las manos, que no hay problema, que se mantiene firme.

Me toca el turno a mí. Atravieso un pasillo oscuro. Las paredes están pintadas de amarillo. Bajo unas escaleras. Salgo del edificio. Entro a otro local contiguo. Se lee en la señalización: Oficina del Jefe del Regimiento Agramonte.

Frente a mí, el coronel Leopoldo Pérez Coujil, jefe de la Plaza de Camagüey. Está sentado encima del buró de aquella habitación inmensa, pero con escaso mobiliario. Lo rodean otros seis oficiales. Ponen una grabadora. De nuevo el interrogatorio. Las mismas preguntas y respuestas.

Pérez Coujil se nota intranquilo y a la vez molesto por no obtener ni una sola información del interrogatorio. Se enfurece.

    — Hijos de puta. A ustedes lo que hay que hacerles es esto...

Saca un almanaque pequeño y traza en el mismo una raya. Pone el almanaque sobre la mesa.

    — Ustedes no hablan; pero yo tengo una medicina que es este librito donde hago una rayita.

    — Hace un gesto indicativo de quitarnos la vida —, de modo que ya tienen peste a muerto.

Se dirige a los restantes esbirros.

    — ¡Arriba, llévense a éste y ya ustedes saben lo que tienen que hacer!

El rostro del coronel delata sus intenciones. El oficial parece embriagado. Tiene los ojos inyectados en sangre. Me sacan de allí a empujones. Me llevan de nuevo para el calabozo. Me entregan una muda de ropa de campaña del ejército de la dictadura. Le falta una manga.

    — Quítate esa ropa y ponte este uniforme.

Un sargento del SIM, con cara de buena gente trata de persuadirme. Habla muy pausado.

    — Parece mentira que ustedes, que son unos muchachos jóvenes, vayan a perder la vida inútilmente. En definitiva ya la gente de ustedes está derrotada...

    — Mire, sargento. Le agradecemos sus buenas intenciones, pero ya nuestra suerte aquí está echada. No valen consejos.

    Llegan a la celda, Alejandro Cabrera, (Pata de Ganso) esbirro del Servicio de Inteligencia Militar y el sargento Gerardo Trujillo. Sacan a Panchito; después, a Rolando Plaza y por último, a mí. Nos esposan a los tres.

    Nos introducen en un auto. Pronto el vehículo se aleja del cuartel, toma la Carretera Central rumbo a Oriente. Conocemos la forma de proceder de los esbirros de la tiranía, especialmente de Pata de Ganso y de Trujillo.

    "Estamos condenados a muerte. Esta gente nos va a liquidar".



    Fragmento del libro Tiro de Gracia (Editorial Ácana, 2003). Radio Cadena Agramonte acaba de transmitir una serie — de 39 capítulos — dramatizada y testimonial, titulada Emboscada en el Llano, que recrea esta historia.



    De la serie "Tiro de Gracia" en el Sitio
    Fusilamiento. De la serie "Tiro de Gracia"
    Terry. De la serie "Tiro de Gracia"
    Preámbulo. De la serie "Tiro de gracia"
    Los Heridos. De la serie "Tiro de gracia"
    El viaje. De la serie "Tiro de gracia"
    El Doctor Corchado. De la serie "Tiro de gracia"
    El inocente. De la serie "Tiro de Gracia"


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